Capítulo 11 parte "a"

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Del primero cuartucho de una poblada vecindad y ayudado por su muleta, el padre de Candy, a temprana hora, se veía salir para dirigirse a la fonda que estaba en la esquina de esa propiedad casi en ruinas.

La mujer que yacía parada detrás de un comal muy grande, en el cual echaba las tortillas de maíz que hacía con las manos, llamó a un jovencito quien respondía por el nombre de:

— Juan.

Éste que limpiaba una larga mesa y acomodaba a su alrededor algunas sillas un poco maltrechas, dejó de hacer su actividad para ir adonde su madre y escuchar de ella:

— Ahí ya viene el nuevo inquilino. Por favor, sal y ve a ayudarle.

Aventando el trapo que sostenía, el muchachito que ya era muy alto para sus quince años, corriendo fue a encontrarse con el capitán, el cual con esfuerzos daba sus pasos por el camino de terracería. No obstante, al ver que a él se acercaban, también supo para qué; por ende, primero saludaría:

— Buenos días.

El buen samaritano no contestó y se dispuso a agarrar la muleta, parándose muy cerca del inválido para que éste se apoyara de un fornido hombro mientras era rodeado por la cintura, y diciéndose a la atención:

— Gracias.

Estando cerca de la madre trabajadora, el señor Johnson volvió a desear:

— Buen día, señora Poni.

— Sea uno más bueno para usted, señor.

La atenta mujer también abandonó su cotidiana actividad para arrimarle una silla que se colocó donde se suponía debía estar una banqueta y preguntarle:

— ¿Cómo amanecimos esta mañana?

— Un poco cansado, pero estamos bien.

— Siento mucho no haberle conseguido una mejor cama, pero ya ve... todos mis vecinos estamos igual de amolados.

— No; no se preocupe. El catre estaba demasiado cómodo para mí —, así mismo él lo hubo sentido debido a los años que hubo dormido colgado de una hamaca.

— ¿Le sirvo cafecito?

George asintió positivamente y apreció la nueva cordialidad con un —Gracias— viendo a la señora Poni tomar una taza de barro y la jarra de café, líquido caliente que cuando se vertía, desprendía un extra olor a canela; y por lo mismo, se complementaba:

— ¡Qué bien huele!

— Y espero que le guste cuando lo pruebe.

El cliente recibió su taza, pero también se le acercó un pequeño canasto que contenía:

— ¿Alguna pieza de pan dulce?

El capitán agarró el más sencillo de cuatro. No obstante, estaba dando la primera mordida a su pan cuando le preguntaron:

— ¿Cuánto tiempo se quedará por aquí?

Una vez tragado el bocado se contestaba:

— No lo sé. Tal vez unos días, meses o... depende.

— ¿De lo que diga su hijo?

George no pudo beber el café por responder cuestionablemente:

— ¿Mi hijo?

La señora, habiéndolo recibido y acomodado, a su visita describía... o ¿descubría?:

— El muchachote rubio que le estuvo acompañando anoche, ¿no lo es?

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