Capítulo 22 parte "a"

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¿Cuántas veces a lo largo de su vida, estando dormida inclusive despierta, Susana hubo soñado con estar entre sus brazos y ser besada por esos labios que ahora otra los disfrutaba? ¡Incontables! era la respuesta; doble cantidad que por Terre había sido rechazada.

¿Por qué? nuevamente su lastimado interior se preguntaba, si también era bella y también era capaz de amarle con la misma o superior intensidad que Candy a la cual se imaginaban —no sólo cuando aquella puerta de habitación se cerró sino desde días pasados— gozando, gimiendo, estremeciéndose y exclamando tanto su nombre como su éxtasis en cada momento que él la hacía suya.

Esas escenas de amor entre ellos, conseguían que su corazón se achicara del dolor. Y es que a pesar de haber dicho que lo odiaba, era todo lo contrario. A su manera, Susana lo amaba. Habían sido tantos años de idealizar una vida juntos, que no podía concebir que tan sólo en una semana otra mujer le ganara su atención y su amor: uno desmedido que a leguas se percibía ya sentían por Candy.

Aferrando sus manos en el barandal de las escaleras, Susana contuvo sus deseos de gritarle:

— ¡Ladrona! ¡Ese hombre no era para ti! ¡Terre estaba destinado a mí! ¡¿Por qué tuviste que cruzarte en su camino?!

Derramando las lágrimas que de por sí Albert, con su golpe le había provocado, y aprovechándose de que Karen y Richard se habían quedado en el comedor, Susana realmente dolida se dirigió a la habitación de Eleanor donde ésta, auxiliada por una empleada, se le daba un masaje en la cara.

El impacto de ver aquella monstruosidad logró que la hija postiza exclamara del espanto, consiguiendo con su acto, la atención de la enferma, la cual, empujando a la doméstica y cubriéndose totalmente, espetaba:

— ¡¿Qué haces aquí?! ¡Fuera! ¡Largo!

Alguien inteligente entendió la indirecta y se retiró; en cambio:

— ¡Mamacita! — chilló Susana; y sin consentimiento, a su lado fue para echarse también sobre su regazo.

Pero Eleanor, bajo las sábanas, tomando una pose muy digna de ella, repetía:

— Según tú, no lo soy.

— ¡Perdóname! —, se aferraron a la convaleciente conforme se excusaban: — ¡Estaba tan enojada que no supe lo que decía!

— Ni tampoco lo que hacías.

— ¡Lo sé, pero... si me escucharas!

Susana dejó mostrar su lloroso rostro; y Eleanor quien peleaba por serle indiferente, respondía:

— No lo sé, Susana. Me heriste verdaderamente; y por tu culpa es que estoy así...

Oírlo de su boca, aumentó los remordimientos:

— ¡Lo siento. No creí que...!

— Es tarde para lamentaciones. Ahora si no te molesta, quiero estar sola.

— ¡Pero antes tienes que ayudarme, por favor!

Las palabras suplicaban entre ásperos sollozos; más, Eleanor también estaba herida, y por ende, reprochaba:

— No necesitaste mi ayuda para...

— ¡Por favor! ¡No me atormentes más!

El exagerado drama que Susana armó, desarmó a la enferma que, descubriéndose preguntaba:

— Susy, ¿qué te pasa?

— ¡Pasa que soy tan desdichada, madre!

— ¿Por qué lo dices, hija?

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