CAPÍTULO 48

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Los días caen en mis hombros y se deslizan por mis brazos como cadenas que me atan hacia el suelo. Los astros se ponen de acuerdo para acunarme en las estrellas cuando llego a casa después de un día largo. Mi balcón acobijado me recibe abriéndose de par en par para que mi cuerpo se deje caer en su suelo y desde ahí observe las estrellas. Estrellas que permanecen intactas como mi pesar y estrellas fugaces como mis logros. Por alguna razón que no logro descifrar, el corazón se me encoge cada que los días del calendario se tachan.

El aire envolvente me recuerda que diciembre dejó de ser un mes acogedor desde hace dos años. Mis cumpleaños dejaron de ser celebración desde una semana antes de dejar los 17 atrás, y comenzaron a ser un martirio a los 18. El reloj que se instala por si solo en mi cabeza, me da aviso de que el año está casi por acabar y con él, una fila de acontecimientos que por dos años había estado siguiendo.

Las tardes de terapia me hacen sentir como un puñado de cartas mal barajadas, como un mago sin magia o una cerveza sin alcohol. Me siento señalada, cada que mi madre murmura por los pasillos de la casa sobre cosas que no entiendo; cada que Didier me abraza con fuerza y se quiebra en medio de aquel abrazo que a mí me parece asfixiante; cuando Susy me dedica ojos de tristeza antes de irse a trabajar; cuando papá comienza a interesarse e incluso cuando comienzo a recordar.

Mis ánimos suben, o más bien, dejan de importar cuando enciendo un tabaco mentolado o cuando bebo largos tragos de mi petaca, o cuando corro por algunos kilómetros en las noches desoladas. Desolada, es como vivo en medio de este remolino que no logro entender. Sin principio, ni fin, ni aviso de cuándo va a acabar o de si irá a acabar.

Envolverme en mis sábanas por las noches después de que Nicolas me deja, ya no es suficiente. Despierto desesperada después de pesadillas que martillan mi cabeza, y pido a gritos internos que alguien más tome mi brazo con fuerza porque siento que la mano de él está cansándose, aunque él me asegure que no es así.

Las noches son más reconfortantes cuando unos brazos pálidos me acobijan, cuando unos labios suaves me embriagan y unos ojos oscuros captan mi atención. Nadamos en el mar del amor nostálgico que ha sido hecho de lágrimas. Contamos historias de logros y derrotas, de experiencias jamás contadas y sueños no vividos. Todo, dentro de una insignificante habitación que se convierte en un cuarto de pánico, porque aquí estamos seguros y aquí todo es calma.

Anhelo ya la noche para verlo aparecer en la memoria de mi habitación.

Por ahora, solo me toca esperar en el hogar de los sueños rotos.

—Danger, queremos hablar contigo —mamá se sienta frente a mí.

Encojo mis rodillas a mi pecho y las envuelvo con mis largos brazos. Deslizo mis yemas por la suave tela de mis pants para tranquilizarme, los días pasan y me es mucho más fácil enrollar los brazos con menor esfuerzo. Miro hacia la ventana oscurecida por la noche, un auto se detiene fuera y me extraño al notar que es auto de Di. Instintivamente miro hacia Susy quien está llegando de la cocina.

Tengo el presentimiento de que algo no está bien, nada bien.

Intento mantener la calma para no alertar a nadie y mucho menos armar un número.

Mamá se acomoda en el sillón cuando escucha la puerta abrirse. Me quedo a la expectativa al esperar el momento en el que ellos se crucen. Mis pensamientos se hacen realidad en cuanto miro a Susy entran a la sala al mismo tiempo que mi hermano. Ambos se quedan de pie, se miran con nostalgia, desesperación, ansias o lo que sea que cruce por sus mentes, pero sé que no es un sentimiento positivo. Por veinte segundos se pierden en sus ojos como si revivieran cada día del amor que compartieron, sus ojos aún se llaman y se atraen como imanes. Susy está a punto de romper en un llanto silencioso y él, a punto de correr a refugiarla en sus brazos.

SOBRIA, DANGER...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora