CAPÍTULO 5

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Rachell colgaba collares y scarfs en los cuellos de los maniquíes, concentrada y maniatada por la férula. Después de una semana, aún seguía masacrando mentalmente la dignidad de la madre del adefesio que casi la atropella en el estacionamiento.

Una camioneta Lincoln MKX gris plomo se detuvo frente a su boutique, frunció el ceño y continuó concentrada en su tarea, pensando que tal vez era clientela especial para Luis Vouitton, después de todo pocos autos se detenían en la Quinta Avenida.

Entonces un hombre de considerable estatura y elegantemente vestido entró en su tienda, con un aire de sobrada suficiencia que la puso en alerta. Parapetada tras los maniquíes lo observó mientras el hombre barría la tienda con la mirada, su boca se secó al reconocerlo. Era el adefesio en persona.

—¡Está cerrado! —gritó saliendo de su escondite—. Le he dicho que está cerrado —prosiguió intentando que su voz sonara un poco más calmada, caminando hasta encararlo tan rápido como su falda de tubo y sus zapatos Chanel negros de suela roja se lo permitían—. A menos que haya venido a disculparse.

—Buenas noches, señorita —le habló él, permitiéndole escuchar su voz por primera vez. Era suave, profunda y con un acento cadencioso que no terminaba de identificar—. No tengo por qué disculparme, en todo caso fue usted quien se atravesó, de hecho he venido a traerle la cuenta del taller, ya que al descargar sus emociones sobre mi auto le causó abolladuras.

Por varios segundos eternos, ninguna palabra logró tomar forma en la mente de Rachell, por alguna razón no podía dejar de mirar sus ojos que con fuerza estaban clavados en ella. Sus irises eran de un delicioso tono líquido, como miel caliente, claros y taladrantes. Había fuego en su mirada.

Su boca estaba exquisitamente delineada, con labios llenos y de una apariencia suave y tentadora. Había un algo maravilloso en sus ojos, una nota dulce que la hacía desear con desesperación ser mirada por él, ser contemplada por él. Llevaba un traje negro carbón hecho a la medida, sin corbata y con la camisa blanca abierta hasta el tercer botón, el saco también estaba abierto y tenía metida con arrogancia la mano derecha en el bolsillo del pantalón.

Tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para no morderse los labios mientras lo observaba. Tenía la barba crecida de unos pocos días oscureciéndole el rostro, sin embargo, ni siquiera eso hizo menos evidente que el hombre con dificultad apenas alcanzaría los treinta años. No era para nada su tipo.

Entonces su cerebro chirrió como lo hicieron las llantas del odioso deportivo rojo una semana atrás. Jamás se había sentido ni medianamente atraída por un hombre por debajo de los cuarenta, y era obvio ahora que la ira tan intensa que este hombre despertaba en ella encubría una atracción tan poderosa que estaba segura, jamás iba a admitir.

Él la miraba con tanta intensidad que la mantenía silenciada. Frustrada y enojada con su inusual comportamiento, abrió y cerró la boca varias veces mientras negaba en un gesto instintivo ante su descaro.

—Es usted... —tartamudeó—. ¡¿Está loco?! —Estalló furiosa—. ¿Cómo puede tener la desfachatez de pedir que yo le pague algo? Cuando la afectada he sido yo. ¡Mire! —Le señaló violentamente la mano con la férula.

Él la observaba sin inmutarse, el sacudón de su mano rápidamente reverberó doloroso a lo largo de su brazo, entonces una pregunta se formó instantánea en su mente.

—¿Cómo demonios me ha encontrado?

—Simple —respondió él con prepotencia—, la matrícula del Nissan 370z Roadster blanco que abordó en el estacionamiento fue suficiente para saber desde cuál es su lugar de trabajo, hasta dónde suele comer —continuó sin mostrar ninguna emoción, más que la recia actitud que había tenido en todo momento en el rostro. Tanto que ella pensaba que la tenía tallada, como esos muñecos maridos de las Barbies.

Dulces mentiras amargas verdades (Saga completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora