CAPÍTULO 48

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Un terrible zumbido invadía los oídos de Samuel, completamente turbado intentaba hacer a un lado la bolsa de aire del sistema de seguridad de la camioneta que se encontraba envuelta en una nube blanca que había dejado el estallido de la bolsa de aire.

Más allá de cualquier dolor estaba el alivio de saberse con vida y apenas lograba asimilarlo, con los latidos del corazón alterados y su cuerpo sumamente trémulo agarró la primera bocanada de aire, el valiente intento lo obligó a jadear ante el dolor en el pecho y parte derecha de su cadera.

Las heladas ráfagas de viento hacían remolinos dentro de la camioneta y el asiento del copiloto estaba colmado de nieve, él mismo estaba casi sepultado en hielo, que empezó a retirar para poder desabrocharse el cinturón.

Al girar ligeramente el torso, sintió que el músculo del trapecio se le tensaba y automáticamente desvió la mirada.

—No —Samuel se quejó cerrando automáticamente los ojos, tratando de evadir lo que había visto y al ser consciente empezó a sentir que la sangre tibia le corría por la espalda y hombro izquierdo. Suponiendo que la lata que tenía incrustada le había alcanzado la clavícula.

Respiró profundo un par de veces para llenarse de valor, desabrochó el cinturón de seguridad y temía quitarse la lata porque no estaba seguro si sería peor, una vez más la miró y supo que tenerla ahí le haría más difícil la salida de la camioneta.

Sin siquiera pensarlo y en un rápido movimiento se la quitó y no pudo evitar el grito de dolor, ni mucho menos ponerse a llorar como un niño mientras se presionaba con la mano la herida que ante la falta del metal empezó a salir sangre a borbotones traspasando la tela del pesado abrigo.

Tomaba aire por la nariz y lo soltaba por la boca tratando de calmarse un poco, porque sabía que estando nervioso y asustado empeoraría su situación.

De lo que estaba completamente seguro era que no podía quedarse dentro del auto a esperar por ayuda porque no tenía idea de donde se encontraba, ni mucho menos qué tanto había descendido por el barranco.

Dejó de presionarse la herida y retiró la bolsa de aire que cubría las puertas, manchándolas de sangre. Los vidrios habían estallado y por más que intentó abrir una de las puertas no logró hacerlo, suponía que era porque estaba agotado y adolorido por lo que decidió ayudarse con los pies, buscando valor donde lo tenía para soportar el dolor en la cadera.

Utilizó un pie, luego dos y la puerta no cedía, sus energías se agotaban con mucha rapidez y la falta de aliento le quemaba la garganta. Así que se dejó vencer para reponerse un poco.

Por más que aguzara el oído no escuchaba nada, nadie parecía haberse percatado del accidente, no había sirenas, ni gente preguntando por él.

No estaría pasando por esa tortura si le hubiese hecho caso a su tío, si la razón le hubiese ganado al corazón, pero ahí estaba a punto de morir de hipotermia por buscar a la mujer de la que se había enamorado y que para su mayor desgracia resultó ser hija y sobrina de los asesinos de su madre.

Era algo que no merecía, no entendía porque todo lo unía a un pasado tan doloroso. El maldito destino o lo que fuera se burlaba de él, manejaba las piezas a su antojo para mantenerlo en una constante tortura. Hilos de lágrimas corrían por sus sienes calentado a su paso la piel e intentaba mentalmente minimizar el dolor que se apoderaba de su cuerpo.

Necesitaba algo para salir de ese lugar, tenía que pedir ayuda, entonces recordó su teléfono móvil, que no tenía idea de dónde lo había dejado, se tanteó el abrigo buscando el iPhone en los bolsillos, pero no le encontró y al recordar que lo había dejado en el asiento del copiloto no le quedó más que soltar un pesado suspiro. Con su mirada buscó en lo que había quedado del suelo de la camioneta, pero no lo halló, ladeó la cabeza para buscar en la parte trasera y nada.

Dulces mentiras amargas verdades (Saga completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora