La seguridad en cada uno de sus pasos era la coraza que se le aferraba al semblante para no demostrar la mezcla de ira, miedo y odio que se apoderaba de él cada vez que tenía que enfrentar a los asesinos de su madre.
Debía cumplir a cabalidad su papel como funcionario público del Estado. Ser custodiado por la policía cada vez que visitaba el centro de prisión preventiva era de carácter obligatorio para resguardar su propia seguridad. Las suelas de los zapatos de Samuel y la de las botas de los uniformados hacían eco en el piso de concreto pulido del amplio pasillo que era franqueado por barrotes de color crema; que constituían las celdas de los prisioneros y que eran divididas entre sí por paredes de bloques de concreto que mantenían su aspecto original.
Las condiciones del lugar: era entre positiva y deprimente. Porque, aunque fuese un sitio de reclusión se encontraba limpio. Utilizó sus influencias para poder realizarle una inesperada visita a Sean Hardey durante la hora de entrenamiento de los reclusos y a la cual por supuesto el detenido no pudo salir. Como una marcha completamente sincronizada los pasos que le anunciaba al cautivo en espera de juicio cesaron justo en frente de su celda.
Uno de los policías hizo una señal a una de las cámaras de seguridad que se encontraban a una altura considerable, para evitar su manipulación si se suscitaba alguna reyerta. Fueron contados segundos para que el inconfundible sonido maquinal de los precintos de seguridad les hiciera saber tanto al detenido como a los funcionarios públicos que la reja se abriría. Automáticamente los barrotes se corrieron hacia la izquierda y Samuel entró al pequeño cubículo en el que habitaban seis reclusos, contando las tres camas literas que había en lugar.
—Gracias —les dijo a los uniformados en medio de un asentimiento.
—Diez minutos, fiscal —le recordó el hombre rubio de contextura doble e intimidantes ojos avellanas.
—Serán suficientes —aseguró Samuel y la reja lo dejaba encerrado junto al prisionero que apenas vio llegar a los hombres dejó su cómoda posición en la cama y se incorporó, sentándose al borde.
Samuel lo miró a los ojos y si no fuera porque llevaba una carpeta y una grabadora en las manos hubiese recurrido a su método de seguridad en el cual se llevaba las manos a los bolsillos para esconder su nerviosismo.
Definitivamente estar a solas con Sean Hardey despertaba miedos que él creyó completamente superados. Sabía que los policías estarían resguardándolo, pero eso no era una explicación lo suficientemente poderosa para que los latidos de su corazón no amenazaran con reventarle el pecho.
Sean Hardey mostraba las recientes huellas de algún altercado, su rostro se encontraba hinchado y amoratado, y el pómulo izquierdo estaba cubierto por una gasa. Podía asegurar que le habían reabierto la herida que él le había hecho meses atrás y esa sí fue una razón de peso para controlar sus emociones, quitarle peso al miedo y aumentárselo al odio.
—Buenas tardes, señor Hardey —saludó con amabilidad fingida.
No recibió ningún tipo de respuesta, el hombre bajó la mirada al suelo rehuyéndole a la de él.
Sin el permiso del prisionero se sentó al borde de la cama que estaba en frente y percibió el concentrado olor fétido de los sudores mezclados con el desinfectante industrial que utilizaban para limpiar.
Dejó a un lado de la desgastada colchoneta la grabadora y la carpeta.
Se desabotonó la chaqueta y por instinto o costumbre se alisó la corbata. Adoptando una posición más cómoda y familiar al echarse hacia adelante apoyando los codos sobre sus rodillas.
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Dulces mentiras amargas verdades (Saga completa)
RomanceEl director de una prestigiosa firma de abogados y exitoso fiscal del distrito de Manhattan Samuel Garnett, vive sin restricciones, experimentado, aventurero, apasionado e intenso. No le gustan los compromisos y se verá envuelto en una explosión de...