CAPÍTULO 6

952 132 41
                                    


La residencia de la familia Ferreira Ribeiro; era una estructura en la que reinaba la luz natural que atravesaba las paredes de cristal, con pisos de madera. La casa se encontraba resguardada por altos muros cubiertos de hiedra tupida que ocultaban detrás la maravillosa edificación y sus alrededores. Contaba con una con pista de tenis de hierba, que se extendía y convertía en un pequeño campo de golf, una caballeriza y un helipuerto. Tres piscinas: una en la parte frontal de la mansión, otra dentro que contaba con un sistema de climatización, y la tercera en la parte trasera desde donde se podía disfrutar de las costas con sus hermosas aguas cristalinas.

El padre de Diogo había adquirido la propiedad ubicada en la aldea Amagansett en East Hampton, para pasar unas vacaciones tranquilas y confortables, pero cuando su hijo se mudó a Nueva York, la había usado para pasar los fines de semanas y desintoxicarse un poco de la agitada vida que llevaba en Manhattan.

Ese fin de semana había ido en compañía de más que sus amigos o hijos de su padrino. Los consideraba hermanos unidos por lazos más fuertes que la propia sangre.

En el momento en que llegaron no se dieron tiempo para descansar. Diogo mandó a ensillar varios caballos y en los sementales recorrieron la propiedad, cada uno llevó a su chica como acompañante ya que ninguna se atrevió a montar por si sola un ejemplar.

El paseo terminó en una competencia por la orilla de la playa, donde los animales en medio del galope, chapoteaban con sus patas, agua y arena: demostrando la resistencia y agilidad con la que contaban. El ganador fue Diogo en un ejemplar de raza árabe, negro como el ébano; y no había opciones a excusas, pues llevaba por ventaja la práctica a la cual se había sometido toda su vida.

En el momento en que atravesaron el umbral de una de las entradas traseras de la mansión, se ganaron más de una mirada disimulada del personal del servicio, al ver a los jóvenes mojados y cubiertos con arena de playa.

Las parejas subieron a las habitaciones que le habían sido asignadas para bañarse y descansar un poco.

—Eres un desastre —le dijo Samuel a Rachell en el momento en que se encontraron a solas en su habitación.

—Pues déjame decirte que no te quedas atrás. —acotó quitándole el jersey de lana en color gris claro, que se encontraba prácticamente empapado.

Samuel levantó los brazos y se dejó quitar la prenda, dejando al descubierto su torso cincelado y bronceado. Rachell le llevó las manos a los costados y él se estremeció ligeramente al sentir los delgados y fríos dedos escalar por sus costillas.

Rachell se carcajeó dulcemente ante temblor del cuerpo masculino e involuntariamente las pupilas se le dilataron al apreciar las tetillas de Samuel oscurecerse y el deseo que abruptamente se despertaba en ella. Entre sus muslos empezaba a cobrar vida el calor y la humedad. Él no tenía que hacer nada, solo existir, con eso bastaba para que su mundo se volviera de revés.

—Eres un maravilloso desastre —musitó con la irreconocible voz de la excitación y sus ojos se encontraba hambrientos de ella, de esa mujer que le aceleraba los latidos y la respiración. Todos los días a cada momento, con tenerla en frente o con solo pensarla.

Para él, Rachell era hermosa, era perfecta, aunque en ese momento su cara estuviese salpicada por arena y docenas de hebras de sus sedosos cabellos hubieran decidido abandonar la trenza y convertirla en una despeinaba adorable. Utilizó uno de sus dedos pulgares para retirarle los granos de arena de las mejillas.

Rachell se perdía en ese camino de fuego, caminaría descalza por esas brazas que bordeaban el túnel de deseo en el que se convertían las pupilas de Samuel, totalmente concentrado en ella.

Dulces mentiras amargas verdades (Saga completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora