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Me desperté prácticamente en la misma posición y cuando me dispuse a levantarme noté que Aiden, lejos de estar despierto, me acercaba más a él.

Resoplé, pero me permití observar sus rasgos tranquilos que estaban iluminados, esta vez, por la luz de la mañana que entraba por la ventana.

Aiden estaba empezando a despertar cosas en mí que habían estado ocultas por mucho, muchísimo tiempo.

Y no estaba del todo segura de querer despertarlas.

Pero en ese momento me dediqué a analizar su expresión y a acabar de aceptar que había un chico en mi cama, en mi habitación.

Hacía mucho que no había ningún chico en mi habitación.

—¿Otra vez admirándome? – oh, así que estaba despierto, genial – Esto ya empieza a considerarse acoso, Kent.

Le pegué en el hombro, no flojo precisamente.

—Cállate.

Me levanté mientras él seguía riendo desde la cama. Lo escuché bostezar y estirarse.

—¿Has dormido bien?

Asentí distraídamente.

No había tenido ninguna pesadilla a pesar del día tan movido que había vivido.

—¿Por qué te levantas?

—Porque ya es de día.

—Yo quiero quedarme un rato más.

—Tenemos que levantarnos, Bond.

Él encaró una ceja y yo oculté una sonrisa.

—¿Cómo que Bond?

—No sé a qué te refieres.

—¿Vas a empezar a llamarme Bond?

—Puede ser, Bond.

—Oh, no por favor – pude escuchar como suspiraba y se pasaba la mano por la cara con pesadez.

Me giré hacia él.

—No me hagas eso.

—¿Por qué? Tú me llamas Kent.

—¡Pero Kent es...bonito!

—¿Y qué tiene de malo Bond, Bond?

Él apretó los labios mientras yo ponía los brazos en jarras.

—Pues que Bond suena mal.

—No es verdad.

—Es cómo decir vómito.

—¡Qué va!

—Sabes que sí.

Me acerqué a y me dejé caer prácticamente encima de él. Le pellizqué la nariz.

—Te jodes – dije con la voz alegre, dejando un casto beso en sus labios y levantándome de nuevo.

Suspiró sonoramente, pero supe que estaba sonriendo, y salí de la habitación, captando el olor a tortitas que inundaba la casa.

Oh...hacía mucho que no comía tortitas.

Y las de mi padre eran las mejores. Lo sabía por experiencia.

Así que cuando lo vi con su espátula y un gorrito mi sonrisa aumentó visiblemente. Me dejé caer en una silla, mirándolo cocinar, y me acerqué un vaso con zumo.

—Ya les dije que no quería seguir – murmuró – hace un mes y medio. Debería habértelo dicho.

—Muy bien.

Sirimiri entre cicatrices Donde viven las historias. Descúbrelo ahora