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-Hija ¿Cómo estás?- Preguntó Leonardo a forma de saludo cuando la vio llegar al área de visitas.

-Mal, papá, te juro que ya no puedo.- Se sentó frente a él con desgano.

-Tienes que echarle muchas ganas por tu hijo.- Trató de animarla.

-Ni siquiera sabemos como está y Agustín jamás va a dejar que lo veamos o algo.- Dos semanas llevaba ahí cumpliendo su condena de más de 17 años y ya se le estaba haciendo una eternidad.

-Tranquila, vamos a buscar la manera de que pueda verlo.- Para Leonardo estaba siendo muy difícil también, incluso había dejado una vez más su trabajo para estar al pendiente de su hija y buscar ayuda con su nieto.

-A veces comienzo a hacerme a la idea de que no lo volveré a ver hasta que sea todo un chico adolescente de 17 años.- Sintió nostalgia de pensar que se perdería tantos años de la vida de su hijo. -Y lo peor va a ser si Agustín le mete ideas en su cabeza y no quiere verme.-

-No pienses eso, ten fe en que saldrás de aquí mucho tiempo antes de esos años.- Y rogaba al cielo porque así fuera.

-¿Rodrigo? ¿Sabes algo de él?- Durante cada una de las visitas preguntaba lo mismo.

-Sigue en coma.- Y la respuesta siempre era la misma.

-Papá te juro por mi hijo que yo jamás le haría daño a nadie, ni siquiera sé que pasó ese día para que yo hiciera eso.- Ni al escuchar la declaración de May había podido recordar algo. -No quiero que Rodrigo se muera.-

-Esperemos que no hija…- No se lo habían comentado aun a Lucero, pero si Rodrigo moría, su condena aumentaría pues ya sería un homicidio como tal.

Estuvieron platicando por más tiempo hasta que su padre tuvo que irse. Lucero regresó a su celda con una par de libros que su padre le había llevado para que se distrajera un poco, así que salió al patio en busca del lugar menos concurrido para ojearlos pues no tenía muchas ganas de leer.

-Hola güerita.- Se acercó una mujer después de un rato. Aquella mujer era alta, de cabello oscuro y de piel apiñonada, no era esbelta, sólo delgada.

-¿Qué quieres Carla?- Preguntó con cierto fastidio.

-Sólo venía a hacerte algo de compañía.- Se sentó al lado de ella y lanzó lejos los libros.

-¿Qué te pasa?- Se molestó por el atrevimiento.

-Esas cosas no sirven, aunque pensándolo bien, podría servirme de almohada o algo.- Le arrebató el libro que estaba leyendo. -Y sí nos ponen juntitas mejor.- Olfateó su cuello.

-Déjame en paz.- Se puso de pie rápidamente y tomó sus libros.

-Tranquila Lucerito, tú y yo podemos pasarla muy bien.- La tomó del brazo antes de que se fuera.

-Suéltame.- Quiso quitar su brazo pero la tenía agarrada muy fuerte. Desde que vio por primera vez a Lucero, se la había pasado molestándola, inocentemente ella ya le había explicado que no tenía interés por las mujeres, pero eso sólo sirvió para que la acosara aun más.

-No te alebrestes güera, capaz y te termino gustando más yo que tu marido enfermo.- Susurró a su oído. -Podríamos ser las mamás de tu hijo…-

-¡Te dije que me dejaras en paz!- Gritó al mismo tiempo que se soltaba con fuerza y le daba una cachetada.

-Ahora si Lucerito, sí por la buena no quisiste te topaste por la mala.- Se le fue encima.

Lucero tenía miedo, no sabía porque le había pegado pero sintió rabia al escucharla burlarse de Rodrigo y mencionar a su hijo. Vio como aquella mujer le iba a dar un golpe en la cara con el puño, cerró los ojos esperando el golpe pero él impacto fue mucho menor al que se imaginó, pues alguien le quitó a la mujer de encima.

A la derivaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora