6.- Odio.

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—Cariño— escuchó la voz de su madre—. Despierta...

Dylan se levantó de golpe. La pared del frete exhibía un viejo poster de Pokemon. Estaba cubierto con una manta de color rojo y algunos dibujos de autos, las cortinas eran iguales y la alfombra tenía una vieja mancha, él había derramado chocolate caliente sobre ella.

Estaba en su habitación ¿Todo había sido un sueño?

Se llevó la mano a la cabeza, justo donde sentía que palpitaba, sus oídos no dejaban de repetir el palpitar de su corazón. Bum, bum, bum.

Había ardor, y una especie de pequeño bulto. Tenía puesto un vendaje, era una molestia tenerlo puesto. Dylan metió sus deditos entre la gasa y su cabeza. Deseó no haberlo hecho, dolía y mucho, lo que más lo asustó en ese momento fue darse cuenta de que nada de eso había sido un sueño.

Apartó a su madre de un empujón y se levantó de la cama a tropezones. Se golpeó en la frente con la puerta de su recamara, pero siguió andando. Bajó las escaleras y llegó un punto en el que su visión se vio obstruida por algo, todo se tornó borroso, oscuro...

Lo siguiente que supo, es que iba en los brazos de su madre de vuelta a su recamara.

Dylan se movió, pataleo y dio golpes al aire, hasta que su madre lo soltó a causa de uno de sus golpes. El niño se puso de pie y corrió lo más rápido que pudo hacia el despacho de su padre.

El hombre estaba adentro, Dylan podía ver por debajo de la puerta como su padre se paseaba de un lado a otro dentro de la habitación.

¿Qué pasaba si entraba sin avisar? ¿Qué ocurría si su padre estaba ocupado? Sacudió la cabeza para deshacerse de esas preguntas, su padre le debía una explicación.

Sintió el coraje subir por su pecho, y algo más, algo tibio que escurría desde la herida hasta la clavícula. Sangre, la herida se había abierto.

Le restó importancia y empujó la puerta del despacho. Lo primero que vio fueron los libros, todos ellos pulcramente acomodados sobre los libreros y estantes, algunos en el escritorio, al lado de la computadora. La ventana había sido cubierta con tablones por la paranoia de su padre acerca de ser vigilado. También la cámara de la computadora estaba cubierta con cinta adhesiva.

No eran los pies de su padre los que vio por debajo de la puerta. Eran los de la Mayor Khoury. La mujer lo fulminó con la mirada. Él acababa de interrumpir algo importante.

Por primera vez en su corta vida, no le importó meterse en problemas. Siempre se había comportado bien, como un buen hijo, un buen estudiante, una buena persona, procuraba no hacer las cosas mal. Aun así le habían hecho daño, un daño que no merecía.

Su padre estaba sentado sobre la silla detrás del escritorio. Se pasaba las manos por el cabello sucio y alborotado. Pudo notar que tenía varios días sin afeitarse, sus ojos inyectados en sangre, lucían cansados y agotados detrás de las gruesas gafas.

Él sabía que aspecto les ofrecía a esos adultos. No era más que un niño de siete años, muy pálido por la pérdida de sangre, su camiseta gris estaba manchada del carmín de sus heridas. Dylan respiraba agitadamente, estaba a punto de perder el conocimiento.

—Te odio— le dijo a su padre. El hombre no se inmutó.

—Ahora no lo comprenderías— contestó fríamente—. Es algo que debe hacerse, estas pruebas que te hacemos salvaran al mundo...

— ¡NO! ― lo interrumpió con un grito—. No es por mi ¡Se lo hiciste a ella! ¡Te la llevaste y abriste su cabeza! Ella... Cheslay... es una buena niña, no se merece algo así...

Mente Maestra la sagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora