19.- Cambios.

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—No deberías estar de pie— escuchó que murmuraba una voz femenina.

Llevaba tres días en cama y no necesitaba que le dijeran lo que podía o no podía hacer.

—Estoy bien— contestó firmemente. Había pasado por cosas peores y había salido ileso, o bueno, casi intacto.

Levantó las manos para poder observarlas mejor. Era muy extraño el observar solo siete dedos en vez de diez. Cinco de la mano derecha y dos de la mano izquierda. Dos de ellos aún tenían la parte baja, pero no se podía decir lo mismo del pulgar, el cual tuvieron que quitar completo. Ahora solo había tres muñones tratando de sanar. Regina le había cambiado los vendajes dos veces ese día, una cuando Dylan despertó y otra cuando decidió tomar un baño. La chica esperó con impaciencia afuera del cuarto de lavado, mientras golpeaba la puerta a patadas, exigiendo que Dylan saliera, que él aún no estaba en condiciones de levantarse, pero ¡Va! ¿Qué más daba? Él era quien conocía mejor su cuerpo y la velocidad con que sanaba, él sabía cuidarse solo.

Cuando terminó y salió vestido de la cintura para abajo, fue que Regina lo llevó a empujones hasta el cuarto de sanación, para envolverlo igual que a una momia. El pecho, justo donde algunas balas habían rozado, el hombro donde uno de los robots había incrustado una bala y debajo de la costilla izquierda, donde la mayor le había disparado casi a quema ropa. Eso sin contar la mano izquierda. En pocas palabras, estaba hecho un desastre.

La chica que limpiaba el cuarto de sanación le puso los ojos en blanco y siguió con lo suyo, doblando algunas sabanas limpias y llevándose las sucias. No parecía un trabajo agradable, pero alguien tenía que hacerlo. Dylan la reconoció como la chica que también cuidaba de los cultivos.

— ¿No tienes verduras que cuidar?− inquirió molesto, lo que más deseaba era estar solo.

—No—respondió ella sin dejar de hacer su trabajo— Con este frio nada quiere ni puede crecer— sentencio.

Dylan se miraba en el espejo del cuarto de sanación, el que quedaba justo frente a su camilla. Tenía los ojos cansados, un par de ojeras muy acentuadas, el cabello revuelto pero limpio, tenía la cara llena de pequeñas marcas un poco más pálidas que su piel, sus labios estaban partidos y su barbilla comenzaba a cubrirse con una sombra oscura. Dylan cerró los ojos para dejar de mirarse, y en su mente apareció en rostro de la persona que más odiaba: Su padre, lo odiaba incluso más que a Khoury.

Sintió una chispa de nostalgia al evocar el recuerdo de Nefertari. Dylan no recordaba exactamente como era su madre. No sabía que tan largo llevaba el cabello, o su estatura, si era delgada o embarnecida. Tampoco el color exacto de sus ojos o el tamaño de estos, no sabía si su nariz era delgada o ancha... no recordaba esos detalles de ella. Pero perpetuaban en su mente los consejos que le daba, sus abrazos cuando necesitaba consuelo, resonaba en su mente la canción que siempre cantaba al preparar el desayuno, solo la letra de la canción, no el sonido de su melodiosa voz.

Él recordaba perfectamente a su padre, desde el cabello hasta la punta de los pies. La voz ronca y cargada de culpa. La mirada perdida y envenenada por sueños que no podía cumplir sin lastimar a otros. La barba que cubría la mitad de su rostro. Los labios mordidos a causa de los nervios.

Dylan sabía que no se parecía a su padre, al menos no físicamente, así que suponía que la mayoría de sus rasgos eran como los de Nefertari. Le ayudaba un poco saber que su madre tenía sus mismos ojos, de ese café claro y a veces oscuro, la misma forma y tamaño. También los labios y la barbilla. El color del cabello y la textura de este. Sabía que su nariz no podía ser igual a la de Nefertari, ya que Dylan se la había roto en varias ocasiones y ahora estaba algo desviada. La imagen que tenia de su madre, la que él se había creado, era la de una mujer perfecta, aquella que lo había amado incondicionalmente y había dado la vida por él.

Mente Maestra la sagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora