2.- Fuera de tiempo.

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No sabía que año era. Tampoco recordaba que año dejó de recordar.

Simplemente vagaba por el mundo como si de un animal se tratara. No, no llegaba a ser un animal, ellos desarrollaban un sentido de pertenencia, tenían su territorio. Él no. Una vez lo tuvo, o creyó que lo tenía, pero estaba equivocado. Solo sabía que se sentía en casa cuando estaba a su lado, al lado de ella, y al encontrarla no solo tenía a Cheslay de regreso, sino también a sí mismo. La necesitaba más de lo que algún día estaba dispuesto a admitir.

No recordaba en que año se encontraba, y mucho menos el año en el que todo inició. Recordaba cosas vagamente, pero lo que nunca olvidaría sería la primera vez que vio su rostro.

No era un ángel, no, los ángeles son bellos y tenían ese porte de grandeza. Ella era pequeña, flacucha más bien, tenía marcas en la cara que indicaban desnutrición, unos grandes ojos azules ocupaban la mayor parte de su rostro y una nariz respingada como de duende hacia sonidos, lo que le indicaba que la niña había estado llorando. Cheslay era su nombre.

Dylan tenía siete años cuando la conoció y nunca había visto nada tan hermoso. No era un ángel, era algo a lo que no podía darle nombre, era aquello que hacía que las piezas encajaran donde iban y no simplemente quedaran desparramadas sobre su alma. Era aquello a los que las personas le oraban, era una frágil e indefensa criatura que se aferraba a las faldas de su madre.

Esa fue la primera vez que la vio, aunque ella ni siquiera se dio cuenta de que él la observaba.

Vivía en un complejo militar, su padre era científico, al igual que el padre de Cheslay. Ellos estaban trabajando en algo nuevo, Dylan no tenía idea de lo que era, él solo sabía que en todo el complejo no había otros niños, solo estaban ellos dos, y la ley de la vida dictaba que debían ser amigos.

Pasaron los días y Dylan no veía que la niña saliera de casa. Hasta ese momento especial.

Estaba ocupado jugando a cualquier cosa, no recuerda lo que era, solo sabía que tenía una pelota entre las manos.

Cheslay estaba sentada sobre los escalones, a sus pies había una pequeña bandeja con agua dentro, la niña metía las manos y luego las sacaba completamente mojadas.

Dylan no supo en que momento fue que se había acercado a ella, hasta que Cheslay levantó la vista.

—No puedo tomar el agua con las manos— se quejó con voz chillona.

El niño frunció el ceño y dejó que la pelota rebotara sobre la calle hasta que esta rodó hacia la orilla, justo donde el agua corría hacia la alcantarilla.

—Es imposible—respondió.

Cheslay lo miró, con sus ojos azules casi leyendo su alma. Se sentía expuesto ante ella. Tragó saliva sonoramente.

—Solo debes creer que es posible y así puedes hacerlo— contestó con petulancia.

—Que tonto suena eso— replicó.

—Eres grosero. Además, no es tonto el querer mover el agua con las manos de un recipiente a otro. El tonto eres tú, por creer que no se puede hacer.

—Eres muy pequeña para hablarme así.

Cheslay puso los ojos en blanco y se levantó del lugar donde había estado sentada. Colocando las manos en jarras fue que respondió:

—Ya tengo cinco— respingó—. No soy pequeña.

Dylan se dio cuenta de dos cosas:

Una: Había retrocedido dos pasos a causa del tono de la niña.

Mente Maestra la sagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora