Un mes y medio después...
Alessandro
A veces no es tanto la atracción física, sino la mental. Te enamoras de como habla, de la manera en que ve la vida, de su gusto, de como es; de toda su forma de ser. Te atrapa, y es donde determinas que no quieres irte nunca.
De mis veintinueve largos años, solamente caí en las trampas del amor una sola vez, la cual dejó mi corazón en trocitos. O como diría la sociedad: «El primer corazón roto». Desde esa vez me juré a mí mismo no dejar que sucediera nuevamente.
Pero como es el dicho: Por la boca muere el pez. Claro que mis palabras de macho alfa, ególatra y rompe corazones, y un sinfín de cosas volvieron como dagas hacia mí.
La jovencita sentada enfrente de mí rompió mi campo magnético, puesto para mantener mi coraza reforzada, encarcelando dentro de ella mis sentimientos y corazón hecho trizas.
Era una estúpida locura que aquella chiquilla de ojos miel, terca, sin ningún tipo de glamour, asustadiza, pero bastante mandona, había revolucionado mi interior. En ocasiones llegaba a pensar que era patético por tal situación.
Al principio odiaba y detestaba sentir esos bobos sentimientos por ella, pero entre más pasaba el tiempo más quedaba apresado a su encanto, y no precisamente físico, sino más bien a su algo trascendental que me volvía loco y me deja como todo un adolescente con las hormonas alborotadas.
Caí en el profundo océano sin miedo a ahogarme y sí, cada día me repetía que era la mejor decisión que había tomado en mucho tiempo. Ella era el sol de mis mañanas y sus hermosos ojos la brújula de mi camino, sin faltar obviamente mi hijo, que era la fuerza dentro de mi ser por la cual debía seguir luchando.
Seguí observando detalladamente sus movimientos y expresiones mientras jugaba con Ethan, sintiendo esa serenidad tan particular y única que me brindaba a diario.
Era mía.
Y no de un modo posesivo, todo lo contrario, porque la sentía mía como parte de mi ser.
Volteó a mirarme y cuando nuestros ojos se encontraron, se sonrojó.
Amaba cuando le pasaba eso.
—¿Qué miras? —Sonrió.
—A mi amada esposa —respondí con naturalidad.
—No me dejes una ojeadura. —Se rio con gracia.
—No prometo nada —le seguí el juego guiñándole el ojo.
Bigotes saltó al sillón posicionado su cabeza en mis piernas. No entendía por qué siempre me perseguía si yo quería todo lo contrario. Este perro sí que era fastidioso, pero daba mucho cariño sin que le importase recibir a cambio.
Fue por eso que se lo dejé tener a Ethan y bueno, gran parte fue por la confabulación de mi esposa e hijo poniéndome cara de cachorrito. Lo encontramos en la carretera, abandonado cuando le hicimos una de las visitas a mis padres, y desde ese momento Ethan no se despegó más de él. Hasta fue al odontólogo con el perro y no lo soltó en toda la sesión. El nombre me pareció tonto y chistoso, pero así lo quisieron llamar.
—Quiere que le acaricies la cabecita, papi —habló de repente Ethan sacándome de mi trance.
No noté cuando me habían empezado a observarme ambos.
Le sonreí leve para luego tocarle la caliente y chiquita cabeza del animal. Fue por unos segundos y después me levanté para ir a la empresa.
—Iré por unas horitas a la empresa. Tendré el teléfono a mano si me necesitas —puntualicé a Paula que ya se encontraba enfrente de mí.
ESTÁS LEYENDO
Soy la esposa de mi jefe ©
RomancePaula ve una escena nada agradable de su mejor amigo teniendo sexo con la novia de su jefe, en la oficina del último piso y para no meterse en problemas, se hace de la vista gorda dirigiéndose a su escritorio para retirar su celular, en su transcurs...