Capítulo 58

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Anneiméd

Le dije a Lezanger que necesitaba descansar, aunque no era cierto. Todo lo que yo quería era ganar tiempo de prepararme para él.

El teatro es impresionante. Laberintos de mármol negro anteceden la sala principal, con majestuosos candelabros colgantes, largos y sinuosos cuales colas de sirena. El zrlaj y yo hemos presenciado todo un desfile de presentaciones maravillosas, pero sin que él lo sepa tengo reservada la última plaza de su atención.

Me pongo un sujetador del que sobresale un velo fino de tono oscuro. Debajo, las copas están recubiertas con plumas negras de cisne al igual que la cola de mi vestido. La falda se compone de tres pliegos sedosos de color azul oscuro, estos exponen y cubren mi piel de manera oscilante a medida que me muevo. Mi pierna izquierda está envuelta en un látigo, y mi cabello va recogido por una daga. Lezanger indico que conversaría con la krasny. En cuánto él se fue yo vine a vestirme. Ahora estoy lista, cubierta con una capa que me ayudará a conservar la sorpresa hasta que llegue.

Siento una oleada de calor al escucharlo andar entre las columnas. Lo espero en el balcón sobre el nuevo gran león de piedra que resguarda el acceso al interior del teatro.

—Querido señor, Kham Lezanger Zrlaj— hablo desde las alturas —Solicito autorización para postular a las presentaciones. Suplico perdón por el atrevimiento de bailar aquí, en un lugar privilegiado entre todos los demás.

—Te perdono... y te concedo el permiso.

—Entonces mi danza será un homenaje a su misericordia— le dedico un guiño.

Me deslizo notando como se mueve a ritmo humano hacia el palco que lleva su nombre, está frente al escenario, un nivel más abajo. Sobra las tablas tengo ya un instrumento zansvriko llamado niciajiv. Consta de varios tubos de plata, madera, y cobre, cada uno de distinto tamaño y grosor por los cuales circula agua, piedras, o arena, generando en cada tubo un sonido diferente cada vez que uno de ellos se vacía y golpea contra los demás. Los tubos pueden ser desarmados y ensamblados de tantas formas como lo desee el artista hasta alcanzar el ritmo adecuado. En mi caso ya está armado como necesito. La melodía repetitiva marca un golpe fijo y fuerte de fondo, sumado a compases delicados de tres y cinco golpes blandos que reinciden cada pocos segundos, y piedras muy pequeñas arrastrándose por una disposición escalonada.

Ya suena. Llevo la cuenta de lo que tardará antes de que cese. Lezanger me está viendo. Dejo que mis brazos fluyan con la melodía, me balanceo de lado a lado con mis pies descalzos. Mis talones se mueven suavemente, al igual que mi cuello. Oscilo mi pelvis, remuevo el velo de mi sujetador y le doy vueltas sobre mi cabeza antes de dejarlo caer. Hago mío el escenario conquistando su superficie, soy una estrella deslizándose en un firmamento finito que recorro entonces una y otra vez. Mi brillo hoy se lo regalo al príncipe. Muevo mis manos como lo haría si estas estuvieran acariciando su pelo y mis piernas como si estuvieran enredadas con las suyas.

El cambio de la densidad de las pequeñas rocas que caen me invita a sacar la daga, por lo que me suelto el moño. Mi cabello me arropa. Me inclino frente al velo con las piernas ladeadas en una posición sensual, apoyando contra el piso solo una rodilla, aquella que lleva el látigo.

Con las palmas bien abiertas sujeto la daga entre mis pulgares. Los sonidos delicados hacen su pausa, por lo que se escucha únicamente el golpe de fondo, así que lanzo al aire la daga, y cuando regresa a mí la atrapo por el filo, provocando un corte superficial que mi naturaleza cerrará casi en seguida pero que será suficiente para hacerme sangrar. La tiro de nuevo, la sujeto con la otra mano, y la vuelvo a arrojar. En esta tercera vez la tomo por la empuñadura, dejándola caer al suelo luego de rasguñarme a la altura del corazón.

Con mis dedos manchados masajeo el corte más reciente, agitando en el proceso uno de mis senos y meciendo mi cabeza siempre de manera seductora. Arrastro hacia adelante la rodilla que roza el suelo, flexionando la otra hacia atrás, curvo la espalda, me arrastro hasta alcanzar la tela translúcida, que aprieto entre mis manos antes de estrujarlo en mi pecho. Contorneo mi muñeca derecha a medida que me levanto, sujeto el mango del látigo y doy una vuelta entera mientras lo desenrollo.

Camino en dirección al zrlaj dándole fuerza a mis caderas. Llegada al borde me tiro hacia el palco desde el que me ve. Le hago una reverencia que mantengo mientras le ofrezco lo que traje.

—Sangre de mis manos en representación de lo que ellas harán por ti. Sangre de mi corazón en representación de cuánto te amo. Tómala si así lo quieres, más elije el látigo si me rechazas. Porque con él no marcarás mi piel sino mi alma, y la herida que habrás abierto no cicatrizará nunca.

Sus dedos me rozan cuando me despoja del velo, alzo la cara con una sonrisa, pero lo que encuentro en su rostro ahoga todas las emociones. Se adelanta sin darme tiempo de malinterpretar su expresión.

—Seres humanos de todas las edades encerrados en criaderos monstruosos —dice, contrariándome un poco, pues al principio no entiendo —Con sus lenguas mutiladas para que no se quejen, con sus ojos extirpados y extremidades amputadas para volverlos más dóciles. Rasurados. Desnudos. Etiquetados. Su carne se vendería en los mercados y en restaurantes, su sangre saciaría la sed de la comunidad de vampiros más grande jamás vista. Las hembras serían inseminadas a la fuerza. Sus crías serían arrebatas al nacer. Las únicas personas humanas que conservarían su cuerpo entero serían las elegidas para ser sacrificadas en rituales, o para servidumbre en esclavitud. Fiestas similares al festival de cadáveres se celebrarían en todas las naciones. Montemagno el centro del planeta. El resto del mundo convertido en un infierno.

—Te lo dijo la krasny— ato los hilos —¿Es el futuro?

—Es lo que Arismierda tiene en mente— revela con tono severo —Además de pretender de algún modo alcanzar la inmortalidad y conseguir que eso suceda.

—Imposible. ¿Cómo?

—No sé. Solo sé que tiene que morir. Que es la única vía para que renuncie a sus ideas, de estoy seguro, pero nadie en mi familia lo considerará al parecer bajo ninguna circunstancia. Tendré que hacerlo yo. Necesito tener el poder para dar la orden.

Pego su cabeza con la mía, acariciándolo con amor.

—Los antiguos estarán contigo, buen zrlaj.

—Me importa más que seas tú quién me acompañe.

—En todos tus pasos.

Dejo que mis labios se derritan entre los suyos que aprietan con pasión creciente. El silencio que traspasa todas las murallas que nos rodean ofrece una intimidad que nos desinhibe. Nos acoplamos el uno al otro, él me recibe en su regazo y yo lo ocupo como mío. Por primera vez sus manos exploran mi figura con la certeza de que le pertenezco. Me domina la textura de sus dedos erizando cada centímetro de mi piel. La boca que abandona mi lengua ahora se arrastra sobre las plumas de cisne que no tardan en revelar lo que esconden, pues él abre el broche de mi sujetador. Yo meto mis manos bajo su camisa entretanto su lengua prueba mis pezones. Toda la ternura que me hace sentir se transforma en deseo sofocante y adictivo, a él también le pasa, lo sé porque me muerde.

—¿Te hice daño? —suaviza la presión.

—No— contesto sonreída.

Pongo mis manos en torno a su nunca. La sangre de los primeros cortes se empieza a secar, por lo que no lo ensucio. Me distraigo con las líneas de su mandíbula, en la apacibilidad de su mirada, y en esa dulzura que refleja y que me atolondra hasta el éxtasis. Él baja su cabeza para besarme sobre el corte ya indoloro.

—Tomo todo lo que tienes para darme, a cambio te pido que no te lastimes, ni siquiera por mí.

—Pero si tú eres el único capaz de lastimarme ahora —empujo sus hoyuelos con mis dedos.

Mis palabras lo ponen pensativo de repente. Sea lo que sea lo inquieta.

—Sin embargo, esto me gusta —intento restarle preocupación innecesaria a su seriedad acariciando las ligeras marcas de dientes que me dejó —Repítelo.

Chupo el pabellón de su oreja desatando una oleada ardiente que nos quita el control, los dos cedemos a la necesidad de nuestros cuerpos y de espíritus al combinar ambos por fin en el acto sagrado de la entrega voluntaria, fanática, lujuriosa e impetuosa. Es el clímax máximo de un fuego encendido, pero jamás culminante sino voraz. 

Herencia Roja  | Libro 13Donde viven las historias. Descúbrelo ahora