Capítulo 10

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Espléndido como soberano coloso, Montemagno había demostrado solidez imponente y envidiable durante tanto tiempo, que ni el vampiro vivo más viejo entre nosotros pertenecía a la comunidad original.

Sus terrenos, murallas, y tropas crecieron hombro con hombro junto a las leyes, tradiciones, y número de miembros activos que emprendieron la fundación de la sociedad zansvrika: Siempre mirando hacia el futuro, guardando respeto hacia el pasado. Con arraigo de cultura, política, e historia, evolucionando en economía, ciencia, administración, y beneficios.

La construcción magnífica divinizaba en arte y arquitectura cada suceso que hubiera contribuido al orden universal del presente. Guerras, héroes, masacres, sacrificios, conquistas, prácticas. La veneración del legado era musa para la entera estructura de la resplandeciente casa del sol. Un imperio en la tierra y un templo en el alma de cada vampiro ante cuyos ojos el Zethee fuera una deidad hecha carne.

Desde épocas antiguas, el líder había sido exaltado más allá de lo que reclamaba la autoridad por si sola. Los subordinados se dividían en fanáticos, íntegros adeptos, sometidos, y aduladores. Esta división se transformó en jerarquías, consolidando devotos, soldados, esclavos, y altos aristócratas, a futuro lo que serían las clases sociales perpetuadas. Así, miembros de la corte, sacerdotes, ministros regionales, funcionarios a disposición de la monarquía, y familias de estatus ganaron o reforzaron prestigio gracias a la relación establecida con el Zethee, una parte de ellos constantemente tentados a pretender el trono.

Mientras tanto, los hijos de las cadenas no envidiaban al rey, lo idolatraban hasta el regocijo aún en servidumbre. Eran sus voces las que alababan el nombre de su señor con fervor auténtico. Era el aro de oro chocando contra sus tobillos lo que se escuchaba en los corredores, cuando se deslizaban por todo el palacio para atender los caprichos o necesidades... Sin embargo, de vuelta en Montemagno después de aquel último rui celum, en las galerías, jardines privados, vestíbulos, y salones no se oía sino el eco de la soledad. Ya no había conspiradores de palabras venenosas hacia Daniel, ni falsos adoradores que le sonrieran con fingimiento antes de congregarse con otros igual de hipócritas. Tampoco había ya intrigantes murmurando contra mi matrimonio y los hijos que parí, ni pervertidos por cuya alta posición se creyeran con derecho a mirarme con lujuria. De la misma manera, la seca bienvenida del silencio hacía que echara en falta esas manos siempre prestas a que a mi familia y a mí no nos faltara nada. Que extrañara la atención que me acostumbró a depender de otras mujeres para vestirme con los trajes zansvrikos de tan complejo diseño, para disfrutar de las áreas de recreación siempre previamente listas, o los banquetes dispuestos a todas horas a fin de saciar cualquier antojo.

Pero sobre todo, el mayor vacío fue el que sentí cuando al llegar no hubo danzas en honor a mi Zethee. No había hembras bailando de cara al trono para celebrar su regreso, ni pétalos cayendo encima de sus hombros o frente a sus pies. No hubo ofrendas de sangre humana y de res como le gustaba mezclar, ni sinfonías que anunciaran su presencia.

Profundamente triste de que no recibiera el honor merecido, decidí apartarme antes de demostrarle a mis hijos una actitud de derrota. Deambulé por los pasajes abandonados convenciéndome de que la mudanza había sido un error. Salimos de Venezuela igual que lo había hecho al dejar Londres, con la expectativa ambigua de buscar una vez más un futuro en Montemagno. Solo que ahora la casa del sol no representaba nada más la misma amenaza y esperanza de antes, sino que también se escondían otras sombras en cada uno de sus rincones: recuerdos dolorosos, secretos horribles, culpa, almas muertas, cadáveres de decisiones que habían llenado de sangre inocente mis propias manos, así como las de Aris, quién estaba cerca de mí, enjaulado como criminal.

Mis pies errantes me llevaron hasta un salón elíptico con el que había soñado no hacía mucho. Me paré frente al umbral, mirando de reojo hacia la galería porticada justo detrás de mí. Del otro lado, a pocos metros, una estatua tamaño real de Minervino Montemagno dirigía sus ojos e índice derecho hacia el interior de la cámara, con la mano firme al igual que su expresión. En su pecho no faltaban detalles, tenía tallada cada insignia que simbolizaba su poder. Me concentré en sus dedos. También los anillos de Zethee estaban muy bien representados. Sentí un escalofrío al considerar que los que él llevaba entonces eran los mismos que usaba mi esposo, y la vanidad me dio valor para seguir.

Herencia Roja  | Libro 13Donde viven las historias. Descúbrelo ahora