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Con toda esa sabiduría mundana impresa en mi memoria, me sentía bastante afortunada. Tenía un
buen trabajo, buenos amigos, vivía en una ciudad estupenda con una rica vida social. A través de amigos comunes conocí a Larry, el único que trabajaba tanto como yo en aquel San Francisco tan dado al ocio. Llevaba un servicio de teletipo llamado AlterNet, en un medio de comunicación sin ánimo de lucro. Cuando salía exhausta de la sala de edición, después de horas de trabajo, siempre podía contar con Larry para cenar a deshora o tomar unas copas.
De hecho, Larry siempre estaba dispuesto a todo. ¿Entradas para un festival de música cualquiera? Larry se apuntaba. ¿Querías levantarte temprano el domingo e ir a la iglesia en Glide, en
el Tenderloin, y luego pasear seis horas por la ciudad parando a tomar bloody marys periódicamente? Él era judío, pero iba a la iglesia contigo y hacía playback cuando cantaban los himnos.

No solo era mi único amigo heterosexual, sino que compartíamos un sentido del humor muy especial, y rápidamente se convirtió en la fuente de diversión más fiable que yo tenía.
Como nueva colega lesbiana de Larry, él me contaba todas sus conquistas y reveses románticos con los detalles más escabrosos, cosa que resultaba terrible y entretenida al mismo tiempo. A la hora de evaluar su progreso, yo no me andaba con paños calientes, y él me devolvía el favor tratándome como a una reina. Una tarde llegó a mi oficina un mensajero en bicicleta con un paquete que contenía un pretzel blando de Filadelfia con su mostaza especiada y todo, que Larry había importado
especialmente para mí en un viaje al este. Qué mono, pensé, mientras me lo comía.

Pero luego ocurrió una cosa algo inquietante. Larry se quedó colgado de una de sus conquistas y se puso muy sentimentaloide. Ya no resultaba tan divertido, y yo no fui la única que lo notó.
—¡Esa lo está llevando de la oreja! —decían otros amigos. Nos reíamos de él sin compasión, pero no parecía que le hiciera efecto. De modo que tuve que ocuparme de la cosa personalmente, y
en un rincón oscuro de un sucio club nocturno, me sacrifiqué por la dignidad de Larry y le planté un beso en la boca, como en broma.
Aquel beso hizo sonar las alarmas de Larry. Y las mías también. ¿Qué demonios me estaba ocurriendo? Procedí a fingir durante varios meses que no había pasado nada, mientras intentaba dilucidar cuáles eran mis sentimientos. Larry no se parecía a ningún hombre con el que me hubiera
relacionado en el pasado. En primer lugar, me gustaba. Además, era un hombre bajo, luchador, ansioso por complacer, con grandes ojos azules, enorme sonrisa y una mata de pelo enormemente tupida. En el pasado, yo solo me había dignado acostarme con narcisistas altos y exóticamente
guapos. No quería salir con ningún hombre, ¡y además aquel no era mi tipo!
Pero resulta que sí lo era. ¡Larry era mi tipo! A pesar de que aquel beso en el bar nos dejó un poco incómodos, seguíamos siendo inseparables, aunque él estaba confuso, cosa comprensible. Pero no me presionó ni me pidió respuestas ni claridad. Se limitó a esperar. Me acordé del pretzel y me di
cuenta de que Larry ya estaba enamorado de mí por aquel entonces, y que yo también estaba enamorada de él. Al cabo de unos meses éramos una pareja oficial, para gran conmoción de nuestros escépticos amigos.

De hecho era la relación más fácil que había tenido jamás, de lejos. Estar con él me hacía feliz, indudablemente, de modo que cuando Larry me dijo, preocupado y confuso, que le habían ofrecido trabajo en una gran revista en el este, mi equilibrio no se alteró lo más mínimo. El paso siguiente era tan obvio y tan natural que la decisión práctica-mente se tomó sola. Yo abandoné mi amado trabajo para trasladarme al este con él… el riesgo más grande que había corrido en toda mi vida, con diferencia.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora