III

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El ascensor resultó ser un mecanismo hidráulico. No se me ocurría para qué podía servir, ya que todos los edificios eran bajos, y la ICF misma solo tenía unos pocos pisos de altura. De Simon iluminó un poco mis dudas. Había un puñado de lámparas en torno a los campos que tenían centenares de metros de altura. El ascensor se usaba cuando había que cambiar una bombilla o algún elemento de esas lámparas.
—¡No, no, joder! —dijo Jae, que estaba intentando que la enviaran al almacén—. ¡Ni por todo el oro del mundo me subo yo a esa mierda! —el resto de la chicas estuvieron de acuerdo con ella.

Pero aun así teníamos que seguir todo el complicado proceso de comprobar bien el ascensor, que era una plataforma de metal de escasa superficie, con una barandilla, que subía derecho hasta el cielo cuando apretabas un botón. Si se jodía alguna de las medidas de seguridad, ya te podías imaginar que acababas espachurrada en el cemento.
Cuando al final conseguimos hacerlo bien, DeSimon dijo:
—¿Quién quiere dar un paseo
Unas pocas intrépidas (Amy, Little Janet, Levy) se subieron a la plataforma y apretaron el botón, y todas se detuvieron mucho antes de que el ascensor llegase a su altura total, y luego bajaron.
—¡Qué miedo!
—¡Quiero probarlo!
Me subí a la plataforma y DeSimon me dio el botón de control. Arriba, arriba, arriba… me latía el corazón muy deprisa mientras abandonaba el suelo de cemento, y las caras de seis mujeres y un barbudo se levantaban para mirarme. Arriba, más arriba. Lo veía todo, a muchos más kilómetros de lo que había imaginado, más allá de los confines de la cárcel. Quizá pudiera ver mi futuro desde allí.

La plataforma entera oscilaba con la brisa, mientras yo mantenía el dedo en el botón. Quise subir hasta arriba del todo, aunque ya me estaba agarrando a la barandilla con los nudillos blancos, y la sangre me latía en los oídos.
En su extensión máxima, el ascensor se detuvo con una sacudida, asustándome más aún. Un grito de ánimo se elevó de mis compañeras de trabajo, que se hacían pantalla delante de los ojos para verme. Las reclusas salían de los otros talleres para echar un vistazo.
—¡Está loca! —oí que decía alguna, admirativa.
Miré por encima de la barandilla a la que me agarraba, sonriendo. El señor DeSimon parecía querer esconder una sonrisa en su barba.
—Venga, baja, Kerman. No queremos tener quelimpiar tu mancha del cemento —casi me cayó bien en aquel día.

La penitenciaría se estaba vaciando. A principios de aquel mes hubo un aluvión de caras nuevas, incluyendo una camarilla que pasaba marihuana de contrabando a través del «chichi exprés» (parece
que lo de agacharte y toser en realidad no funciona) y que trajeron mucha agitación a todo el campo.
Pero el flujo de nuevas presas pareció detenerse de golpe. El rumor más extendido era que el DFP había «cerrado» el campo, aceptando solo presas que ya estaban cumpliendo condena en otras instalaciones porque no querían que Martha Stewart fuese enviada a Danbury. No estaba claro si era porque la instalación era una ruina y estaba hecha polvo o por alguna otra razón siniestra. El caso es que parecía verdad que existía una moratoria sobre las nuevas presas, porque el flujo de nuevas caras que venían de abajo fue disminuyendo hasta ser solo un goteo. Pero la gente se seguía yendo a casa .

Yo deseaba ser la que se iba. La adrenalina del periodo inicial de «¿podré con esto?» ya se había disipado, y el resto de mi tiempo en Danbury se extendía largamente ante mí. Larry y yo habíamos gastado mucho tiempo y energía esperando que mi sentencia se redujese a un año, teniendo la sensación de que eso solo sería una victoria. Ahora que ya estaba por la mitad, parecía que los meses no se iban a terminar nunca.
Aun así, las novedades del entorno social de la prisión me distraían. Jae, como muchas de las presas que mejor me caían, era Tauro. Lo supe cuando Big Boo Clemmons se acercó a mí en el dormitorio B para invitarme a la fiesta de cumpleaños de Jae. Boo Clemmons era una bollera gigantesca. Cuando digo gigantesca quiero decir que pesaba al menos ciento treinta kilos. Tenía la piel como una pastilla de jabón Dove, y era la mujer de ciento treinta kilos más atractiva que he visto en mi vida. Usaba su corpachón enorme para intimidar, pero su volumen era menos aterrador que su ingenio. Soltaba las palabras como si te fulminase con un rayo. Era la rimadora oficial de la prisión, y su carisma y encanto eran innegables. Su novia Trina, que pesaba unos cien kilos, era guapa, pero una auténtica bruja que normalmente se refería a las otras presas como «Carapastel»… pero solo
cuando la protegía su novia. Le gustaba discutir y era tan desagradable como agradable era Boo.

Boo me dijo qué día y a qué hora se celebraría la fiesta, y que podía llevar un pastel de queso.
—¿Pero dónde será la fiesta? —pregunté, y me quedé muy sorprendida cuando me respondió:
—En el dormitorio B.
Las fiestas de la cárcel normalmente se celebraban en las salas comunes; de otro modo, te arriesgabas a que te jorobasen los guardias.
Cuando llegó el cumpleaños de Jae, me pregunté cómo se sentiría. Debía de ser su segundo o tercer cumpleaños en prisión, y le esperaban otros siete más, como obstáculos en un camino muy largo. Acudí a la fiesta en seguida después de cenar, con el pastel de queso en la mano (era la única receta de cocina de la cárcel que sabía hacer). Las invitadas se habían reunido en mitad del pasillo del dormitorio B, junto al cubículo de Jae, que ella compartía con Sheena. Las residentes del dormitorio B eran casi todas las invitadas, y sacamos las sillas plegables y taburetes de sus cubículos.
Estaba allí mi vecina Colleen, la bipolar, y también la amiga de Jae, Bobbie, la motera madura del CCM de Brooklyn, Little Janet, Amy y Lili Cabrales, a quien yo había observado en acción mi primera mañana en el dormitorio B. Al poco tiempo de llegar al campo, Lili casi me vuelve loca porque no paraba de llamar una y otra vez desde la otra punta de la habitación: «Pookie, ¿qué haces? Pookie, ¡ven aquí! Pookie, ¿tienes sopa de fideos? ¡Tengo mucha hambre!». Pookie era su amiga
especial, una chica muy tranquila que vivía a dos cubículos de distancia de donde estaba yo. Desde
mi cubículo me preguntaba a mí misma (y a veces también a Natalie):
—¿Se callará alguna vez?
Lili era una buena pieza portorriqueña, descarada, chula y bollera transitoria, con la que era mejor no meterse. Pero ocurrió algo muy curioso,especialmente cuando Pookie se fue a casa y Lili se tranquilizó un poco: que empezó a cogerme cariño. Supongo que quizá yo también le cogí cariño, hasta que llegamos a un punto en que ella me apodaba «delfín», por mi tatuaje, y yo conseguía ella sonriese con alguna bromita.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora