II

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Morena hizo unos cuantos intentos más de expresar su necesidad de una mujer de verdad, quizá pensando que yo era demasiado tonta para comprender lo que quería decir, pero mi respuesta siguió siendo la misma: yo estaba segura de que la mujer adecuada para ella estaba por ahí, en alguna parte del sistema correccional, y que la providencia la traería a Danbury a toda prisa. Aunque nunca sería lo bastante rápido para mí. En cuanto tuvo claro que yo no iba a ser su futura novia, Ojos Locos rápidamente perdió todo
interés por mí. Los paseos en compañía cesaron, y también las visitas al cubículo. Todavía me saludaba, pero con desinterés. Sentía que había capeado la situación con toda la habilidad que pude, y no pareció haber espantosas repercusiones tras mi tácito rechazo. Respiré un poco mejor, esperando que Ojos Locos hiciera correr la voz entre las demás lesbianas de que yo no era «así», aunque en otro momento de mi vida lo hubiera sido.
Por primera vez en muchos años, yo vivía una. existencia completamente libre de sustancias
químicas, hasta el punto de haber abandonado incluso las píldoras de control de natalidad. Mi cuerpo
estaba volviendo a su estado orgánico natural. Y al cabo de dos meses de celibato forzado, me sentía
muy caliente, la verdad. Casi humeando.
Estaba claro que Larry también sentía la presión de nuestra separación. Sus besos de recibimiento en la sala de visitas cada vez eran más ardientes, y jugueteaba con los pies bajo la mesa de cartas. Aunque yo también deseaba tocarle los pies con los míos, me veía severamente coartada
por mi temor a los guardias. Comprendía a un nivevisceral, como quizá él no era capaz de
comprender, que ellos podían dar por concluida una m visita y quitarme todos mis privilegios. Ese
punto quedó demostrado un día ante Larry cuando la Estrella Porno Gay (más conocido como oficial
Rotmensen) apareció por allí durante las horas de visita. La Estrella Porno Gay era un presumido
sádico con corte de pelo a cepillo, los ojos muy juntos y un bigote muy poblado que le hacía parecer
un aspirante a miembro de una banda imitadora de Village People. Había acudido a la sala de visitas
a ver a su colega bajito, el oficial «Jesús me ama», que sustituía al OC habitual de las visitas y aburría a dos reclusas que ayudaban en el trabajo de la sala de visitas con sus predicciones sobre el
Juicio Final.
Al entrar en la sala de visitas, di un beso de bienvenida a Larry y luego él me robó otro beso
mientras nos sentábamos en la mesa que nos habían asignado.
Viendo esto, la Estrella Porno Gay aulló desde el otro lado de la habitación, señalándonos:
—¡Eh! ¡Una vez más y sales pitando de aquí! —todas las cabezas se volvieron a mirarnos en
silencio.
Larry se puso nervioso.
—¿Qué narices le pasa a ese tío? —intentó cogerme la rodilla por debajo de la mesa.
—Son así, cariño… ¡no me toques! No lo dice en broma…
Me sabía fatal cortarle de aquella manera cuando lo único que quería era que me acariciase, pero
Larry no comprendía que transgredir los límites en la prisión puede tener duras consecuencias. Esos
hombres tenían el poder no solo de acabar nuestras visitas, sino de encerrarme en aislamiento por cualquier capricho. Mi palabra contra la de ellos contaba poco.
Después, todavía traumatizada, le pregunté a Elena, una de las presas que trabajaba en la sala de
visitas, qué había pasado.
—Ah, el hombre bajito te miraba y se estaba poniendo rojo —dijo—. Así que Rotmensen se ha
cabreado al ver que su compañero se ponía nervioso con tus besos.
A la semana siguiente había vuelto a su puesto la OC habitual.
—He oído decir que te pasaste de la raya la semana pasada —me dijo, cacheándome antes de
permitirme ver a Larry—. Te estaré vigilando.
En un entorno tan duro, corrupto y contradictorio, caminas en un delicado equilibrio entre las
exigencias de la cárcel y el sentido que tienes de tu propia amabilidad y humanidad. A veces, en una
visita con Larry, me sentía abrumada, vencida de pronto por la tristeza al pensar en mi vida hasta
aquel momento. ¿Sobreviviría nuestra relación a toda aquella locura? Estaba preocupada. Larry se
había mantenido muy firme todos aquellos años esperando a que yo fuera a la cárcel, y ahora que
estaba dentro, ¿superaríamos la prueba real? Nuestros minutos en la sala de visitas eran tan
preciosos que no podíamos permitirnos discutir nada difícil o negativo. Queríamos que todos y cada
uno de los momentos en aquella sala fueran dulces y perfectos.
Cada mujer tiene su propia forma de gestionar el impacto de la cárcel en sus relaciones. Una
tarde somnolienta de un fin de semana, yo estaba junto al microondas con mi amiga Rosemarie. Ella
estaba realizando una elaborada receta de cocina, enchiladas con queso fundido y pollo, y yo la
«ayudaba». Aunque no se podía contar conmigo para que cortara cebolla (algo difícil con un cuchillo
para la mantequilla), mi ayuda consistía sobre todo en sucumbir a su pasión de hablar de nuestras
futuras bodas. Rosemarie estaba prometida con un chico muy dulce y tranquilo que la visitaba
fielmente cada semana, y estaba obsesionada con planear la boda. Se había suscrito a todas las
revistas de trapitos de boda, que acumulaba en su cubículo, y le encantaba soñar e imaginar su Gran
Día.
Yo también quería hacer planes para mi Gran Día, ya que Larry y yo llevábamos casi dos años
prometidos. Pero no me interesaban las ceremonias tradicionales, y además sabía que no nos íbamos
a casar de inmediato, y eso hacía que no me tomase muy en serio mi disposición a hacer planes de
boda. Y a Rosemarie eso la ponía frenética. Cuando le dije que no pensaba llevar un traje de novia
auténtico, chilló indignada.
Ese día en concreto, Rosemarie estaba preocupada por mi tocado. Si no iba a llevar velo (una
lástima, pensaba ella), entonces lo más aconsejable era una tiara. Yo bufé.
—Rosemarie, ¿crees de verdad que me voy a poner una corona en la cabeza y avanzar por el
pasillo así? —en el corazón de una mujer que planea una boda, todo es posible.
Mientras Rosemarie rellenaba las tortillas y argumentaba apasionadamente a favor de las perlas
barrocas, se aproximó Carlotta Alvarado. Quería saber si había cola para el microondas. Era una
pregunta estratégica. Carlotta, que siempre intentaba burlar las normas, pretendía averiguar quién le
dejaría colarse en la fila, y Rosemarie era una posibilidad muy clara. Las dos trabajaban juntas
entrenando perros lazarillo, y aunque Carlotta, una chica de gueto del Bronx, y Rosemarie, una pija
de Nueva Inglaterra, no parecían tener mucho en común, se llevaban muy bien. Rosemarie accedió a hacer una pausa en las enchiladas para que Carlotta pudiera freír unas pocas cebollas con «Sazón»,
el condimento latino que lo pone todo naranja, salado y picante.
—¡Carlotta también está prometida! —dijo Rosemarie, mientras las cebollas empezaban a
chisporrotear.
Era raro que hubiese gente prometida en el campo.
—Qué bien, Carlotta. ¿Cómo se llama tu novio?
Carlotta sonrió.
—Rick… Es mi cariñito, viene a visitarme constantemente. Sí, nos vamos a casar. No puedo
esperar.
—¡Qué emocionante! —dijo Rosemarie. Y luego sonrió—. Dile lo que me dijiste a mí, Carlotta.
Carlotta sonrió, triunfante.
—Sí, no puedo esperar a casarme. ¿Sabes por qué?
No, no lo sabía.
Carlotta retrocedió un paso para decir mejor aquello que, cuando pensaba en el sagrado
matrimonio, hacía latir su corazón más deprisa. Señaló con la mano hacia mí, apuntando hacia el
cielo con el índice para poner más énfasis.
—¡Para que las zorras me puedan «odiar»!
—¿Las… zorras?
—Sí, eso es. Voy a volver a mi barrio y me voy a casar, y así aprenderán todas esas zorras que
dicen cosas malas de mí. Me casaré con mi hombre, y ¿sabes lo que tendrán ellas? Pues ningún
hombre. Un montón de niños de tíos distintos. ¡No puedo esperar a casarme para que esas zorras me
odien!
Observé a Carlotta, con su bonito rostro iluminado y animado mientras contemplaba su futuro…
un futuro que incluía a su hombre, algunas zorras y un anillo en el dedo. Seguro que conseguía lo que
quería. Entre todas las mujeres del campo, ella era la única que siempre conseguía salirse con la suya. Tenía un trabajo estupendo en la cárcel, entrenando a los perros lazarillos, tenía todas las cebollas de contrabando que necesitaba, llevaba un negocio paralelo haciendo pedicuras y se rumoreaba que incluso tenía un teléfono móvil escondido en algún lugar de la cárcel, para poder llamar a su hombre fuera sin esperar haciendo cola y pagar los elevados precios de la prisión. Era una chica muy lista, con una visión muy realista del mundo. Rick, concluí, era un hombre afortunado.

En cuanto a mí, me sentía atrapada entre el mundo en el que vivía entonces y el mundo al que añoraba volver. Veía que aquellas que no aceptaban su encarcelamiento pasaban ratos muy difíciles con el personal y con las demás presas. Estaban en conflicto constante porque no podían reconciliarse con sus compañeras reclusas. Vi a mujeres jóvenes que habían vivido en la pobreza casi toda su vida protestar contra la autoridad, y a mujeres de mediana edad y de clase media, horrorizadas de encontrarse viviendo entre personas que pensaban que estaban por debajo de ellas.

Yo pensaba que todas ellas eran innecesariamente infelices. Yo odiaba el control que ejercía la cárcel sobre mi propia vida, pero sabía que la única manera de luchar estaba en mi propia cabeza. Y sabía que no era mejor que cualquiera de las mujeres allí encerradas, incluso aquellas que no me gustaban.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora