Uno de los muchos artículos de contrabando que tenía en mi posesión era laca de uñas. Hubo un tiempo en que se vendió en el economato, pero ahora era un artículo prohibido. Yoga Janet me había dado una botellita de una laca preciosa de un magenta intenso, que mi pedicura Rose Silva codiciaba abiertamente. Yo le prometí que se lo regalaría cuando volviera a casa, pero por el momento me lo guardaba para mí y para Yoga Janet, a quien también le encantaba llevar pintadas las uñas de los pies. Cualquier mujer de Nueva York que se precie lleva una buena pedicura, aunque esté en el maco.
Yo llevaba ya un cierto tiempo acudiendo a Rose como clienta. Que había una pedicura en la cárcel era una de las cosas que ya sabía cuando llegué a Danbury. Me enteré de ello buscando datos antes de ir a la cárcel, y también me encontré con la insistente recomendación de que si vas a precisar sus servicios, es mejor que te compres tus propios utensilios en el economato. La población de la cárcel tiene una enorme incidencia de enfermedades de la sangre como sida y hepatitis, así que es mejor no arriesgarse a coger una infección.
Cuando llegué al campo, era demasiado tímida para pedir que me hicieran la pedicura, aunque admiraba las uñas doradas de Annette.
—Yo solo voy a Rose —me dijo ella. Había otra opción además de Rose, y era Carlotta Alvarado. Pop estaba entre las clientas de Carlotta. Entre las dos se repartían todo el mercado. Las pedicuras de la prisión eran un asunto de boca a boca, y en este caso las presas eran orgullosamente leales.
Me hice la primera pedicura con el tiempo todavía fresco del inicio de la primavera. Annette me la había regalado.
—Te voy a regalar una pedicura con Rose Silva, no puedo verte los pies con esas chanclas.
Una semana más tarde acudí obedientemente a uno de los baños junto a la sala principal a mi cita con Rose, armada con mis propios utensilios de pedicura: cortacutículas, palitos de naranja, lima para las uñas… Rose llegó con sus utensilios también, que incluían toallas, una palangana cuadrada de plástico y una amplia gama de lacas de uñas, algunas de colores francamente raros. Me sentí un poco extraña, pero Rose tenía el don de la conversación y además era muy profesional.
Pronto Rose y yo descubrimos que las dos éramos de Nueva York, ella de Brooklyn y yo de Manhattan, y que ella era portorriqueña, cristiana renacida y cumplía treinta meses de condena al haberla cogido intentando meter dos kilos de coca por el aeropuerto de Miami. Era muy eficiente y le gustaba hacer el payaso. También era muy meticulosa en la pedicura, y hacía unos masajes estupendos. Nadie debe tocarte en la cárcel, de modo que la intimidad de un buen masaje en los pies, destinado a complacer, casi me hizo derramar lágrimas de éxtasis la primera vez.
—¡Vaya, cariño! Coge aire con fuerza… —me aconsejó. Por todo esto, Rose me cobró cinco dólares en artículos del economato. Me haría saber el día de las compras lo que debía comprarle.
Me enganché en seguida. Ya era clienta.
La última actuación de Rose en mis pies era definitivamente su obra maestra. Me había hecho la pedicura francesa con rosa claro, y añadió unas florecillas blancas y color magenta en las uñas del dedo gordo. No podía dejar de mirarme los pies con mis chanclas, que ya eran fabulosos, como de algodón de azúcar.Aunque me había instalado en el buen rollo, todavía tenía algunos momentos de irritación con mis compañeras presas, y me preocupaban. En el gimnasio casi pierdo los estribos con Yoga Janet durante una clase en la que insistía en que podía ponerme el pie detrás de la cabeza si lo intentaba con más fuerza.
—¡No, no puedo! —exclamé—. No me puedo poner el pie detrás de la cabeza y punto.
Estar entre tanta gente que no podía o no quería controlarse era agotador, y me hacía meditar mucho sobre el autocontrol. En la cárcel oí la triste historia de muchas mujeres que tenían hijos a los que adoraban, pero que no sabían criar, de familias en las que el padre y la madre habían hecho la vista gorda durante años, y pensé en los millones de niños que pasan por experiencias terribles a causa de las malas decisiones de sus padres. Por otra parte, la respuesta del gobierno al comercio de drogas era espantosa, y perpetuaba el mito dañino de que podían controlar el suministro de drogas, cuando en realidad la demanda era enorme. Todo junto me parecía que producía una gran cantidad de sufrimiento improductivo, que acabaría por hacernos daño a todos. Pensé en mis propios padres, en Larry, en lo que les estaba haciendo pasar. Esa es la penitencia que a veces trae consigo la penitenciaría. Resultaba abrumador emocionalmente. Cuando veía a algunas mujeres que seguían tomando malas decisiones cada día en el campo, o que sencillamente actuaban de una manera objetable, me preocupaba mucho.
Yo me mantenía firme en mi actitud hacia el personal de la prisión, considerándolos «ellos y nosotras». A algunos les caía bien, y me daba la sensación de que me trataban mejor que a otras presas, cosa que me parecía fatal. Pero cuando veía a otras presas comportarse de una manera que ponía en cuestión mi sentido de la solidaridad, por llamarla de alguna manera, mostrándose mezquinas, ignorantes o simplemente antisociales, me costaba muchísimo. Incluso diría que me volvía un poco loca.
Tomé todo aquello como señal de que estaba demasiado enfrascada en la vida de la cárcel y de que «el mundo real» se estaba desvaneciendo demasiado en la lejanía, y probablemente debía leer más el periódico y escribir más cartas. Era difícil concentrarse en lo positivo, pero sabía que en Danbury había encontrado a las mujeres adecuadas para ayudarme a hacerlo. Una vocecilla en mi interior me recordaba que nunca volvería a ver una situación como aquella en la vida, y que mi actitud debía ser aprender lo que pudiera, entonces y siempre.
—Piensas demasiado —dijo Pop, que había conseguido permanecer cuerda llevando más de una década allí dentro.
Bueno, la pedicura era muy bonita. Se podían cambiar bombillas, escribir trabajos académicos para otra persona, robar paquetes de azúcar y cosas de ferretería, jugar con cachorros y cotillear a placer. Cuando pensaba demasiado en mi vida en la cárcel en lugar de estar pensando en Larry, como tendría que ser, me sentía un poco culpable. Cierto que algunas cosas traían a un primer plano mi vida en el mundo exterior, como por ejemplo, aquellos acontecimientos únicos que ocurrirían sin mí.
En julio, nuestro viejo amigo Mike se casaría en un prado de su finca de veinte hectáreas en Montana.
Yo quería estar allí, en verano, en la maravillosa Montana, brindando con tequila con Mike y su novia. Pero el mundo seguía su curso aunque a mí me hubiesen llevado a un universo paralelo. Yo quería estar en casa, lo deseaba desesperadamente, y cuando digo «casa» quiero decir «dondequiera que estuviera Larry», más que en el bajo Manhattan, pero tenía ante mí siete largos meses. Ya sabía que podría con ellos, pero todavía era demasiado temprano para contar los días.
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Orange is the new black (libro)
Roman pour AdolescentsPiper Kerman, una joven atractiva y de clase acomodada, se embarca tras su graduación en una relación sentimental con una traficante de drogas para la que acabará trabajando como mula. Diez años después, y con su vida ya rehecha, es condenada a pasa...