IV

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Natalie tenía el respeto de todo el mundo en el dormitorio B, y como estaba claro que yo no iba a

causarle ningún problema, parece que me aceptó. A pesar de su reserva y su discreción, tenía un

sentido del humor seco pero vivaz, y me deleitaba con sus agudas observaciones sobre nuestra vida

cotidiana en el dormitorio B:


-¡Ahora estás en el gueto, colega!


Ginger Solomon, su mejor amiga, que también era jamaicana, era como el yang para el yin de

Natalie: traviesa, inflamable y enérgica. La señorita Solomon también era una cocinera fantástica, y

en cuanto ella y Natalie decidieron que yo les gustaba, me preparaba algún plato de su cena especial

del sábado, normalmente un curry sensacional hecho con contrabando de la cocina. En ocasiones

especiales, Natalie hacía que apareciera mágicamente un asado.
La cocina extraoficial de la prisión tenía lugar sobre todo en dos microondas comunales que

estaban situados en unas zonas de office entre los dormitorios. Su uso era un privilegio que el

personal amenazaba (y con gran regocijo) con revocar constantemente. De esos microondas surgían

platos notables, sobre todo de las mujeres hispanas y de las Indias Occidentales, que añoraban

mucho su tierra natal. Esto me impresionó enormemente, dados los limitados recursos con los que

trabajaban aquellas cocineras: comida basura, pollo envasado, latas de caballa y de atún, y cualquier

verdura fresca que se pudiera escamotear en la cocina. Los copos de maíz se podían reconvertir en

puré añadiéndoles agua y transformarse en deliciosos «chilaquiles», mi nuevo plato favorito en la

cárcel. Las cebollas de contrabando eran un artículo lujoso, y las chefs tenían que mantener un ojo

atento ante los guardias con nariz hipersensible. No importaba lo que estuvieran preparando, olía a

comida preparada con cariño y cuidado.
Desgraciadamente, la señorita Solomon solo cocinaba los sábados. Yo había perdido.
Algunas solo en un mes por culpa de la dieta de la cárcel: hígado, habas limeñas, lechuga iceberg... El día

que entré en la cárcel representaba mis treinta y cuatro años, incluso más. Los meses antes de mi

entrega había ahogado mis penas en vino y sabrosa comida neoyorquina; ahora mi mayor consuelo

era el tiempo que pasaba sola en la pista de deportes y levantando pesas en el gimnasio. Era el único
lugar de todo el campo donde la libertad y el control parecían a mi alcance.


Una de las cosas buenas de vivir en el dormitorio B era que podías elegir entre dos baños.
Ambos estaban equipados con seis duchas, cinco lavabos y seis cubículos con váter. Ahí terminaban

sus semejanzas. Natalie y yo vivíamos junto al baño al que llamábamos la «Boca del Infierno». Las

baldosas y la formica eran de diversos tonos de gris, las barras de las cortinas de la ducha estaban

oxidadas, las cortinas de plástico eran prácticamente jirones, y no todas las cerraduras de las puertas

de los váteres funcionaban. Sin embargo, no era nada de eso lo que convertía el baño del dormitorio

C en la «Boca del Infierno». Las plagas hacían inaceptable aquel lugar para cualquier cosa que no

fuera lavarse los dientes o una meadita rápida. Durante los meses más cálidos, cuando la tierra no

estaba helada, aparecían periódicamente pequeños gusanos negros en la zona de las duchas,

retorciéndose en las baldosas. Nada podía hacerlos desaparecer, aunque las limpiadoras del baño

tampoco tenían un arsenal demasiado grande a su disposición, ya que los suministros de limpieza se

proporcionaban con tacañería. Al final, los gusanos se convertían en pequeñas moscas malignas.
Eran la señal de que aquel baño había sido construido como ruta directa al infierno.
Yo solía ducharme en el baño del otro lado del dormitorio B, que conectaba con el dormitorio A,

que era como un spa en comparación, y que había sido renovado recientemente con un color beige.
Las instalaciones eran nuevas. La luz era mejor. El humor era más alegre, aunque las cortinas de la

ducha estaban igual de destrozadas.
Ducharse era un ritual complejo. Tenías que llevarte todos los productos de higiene al baño:

champú, jabón, maquinilla de afeitar, esponja, todo lo que pudieras necesitar. Esto requería o bien un

minimalismo absoluto o una especie de carrito de baño. Algunas mujeres tenían bolsas de ganchillo


ilegales para llevar todas sus cosas; otras habían comprado bolsas de malla de nailon en el

economato, y una incluso tenía un carrito de ducha grande de plástico rosa, un carrito de ducha


auténtico. No pregunté siquiera, porque me imaginé que o bien provenía de algún economato muy

antiguo y distante o bien era de contrabando. La mañana y la tarde eran horas punta para las duchas,

con un suministro de agua caliente que iba disminuyendo gradualmente. Si te duchabas después de

comer o a primera hora de la tarde había menos competencia. No debíamos estar en las duchas

después de que se apagaran las luces a las diez, para que las presas no follaran entre ellas.


Muchas mujeres esperaban haciendo cola a que quedase libre «su» ducha. En el cuarto de baño

bueno había una ducha en concreto que,indudablemente, tenía la mejor presión de agua. Algunos


«peces gordos», como Pop, enviaban a una emisaria para ver si esa ducha estaba libre o bien para

que hiciera cola por ella. Si interferías en la ducha ritual de las que se levantaban más temprano


metiéndote en «su» ducha, te podías encontrar con una mirada helada al salir.


Cuando habías conseguido por fin ducharte, te enfrentabas al momento de la verdad. Algunas mujeres desaparecían tras la cortina de plástico totalmente vestidas con sus mumus, por modestia;

otras se quitaban la ropa delante de todas las demás y entraban y salían sin vergüenza alguna. Unas cuantas se bañaban con la cortina abierta, dando un espectáculo a todo el mundo.


Al principio yo estaba entre las primeras, pero el agua siempre estaba helada al principio, y

chillaba mucho cuando me caía en la piel desnuda.


-¿Qué pasa ahí, Kerman? -se burlaba alguien, inevitablemente-. ¡Piper está ocupada!


Al cabo de un tiempo me convencí de que la escena de la violación de Linda Blair en Nacida

inocente nunca se iba a recrear en aquel campo, de modo que empecé a abrir la ducha antes de

entrar, probando si estaba lo suficientemente caliente antes de quitarme el mumu y entrar. Esto me

consiguió un par de fans, sobre todo mi nueva vecina, Delicious, que gritaba con sorpresa:


-¡Piiiper! ¡Tienes unas tetas muy chulas! ¡Tienes tetas de televisión! ¡Están muy tiesas y todo

eso! ¡Maldita sea!


-Mmm... gracias, Delicious.


No había nada amenazador en la atención de Delicious. De hecho, resultaba hasta vagamente


halagador que se fijase en mí.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora