III

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—¿Qué tal está? —me preguntó.
Me sobresaltó que alguien mostrase el mínimo interés por saber cómo estaba exactamente. Sentí una oleada de gratitud a pesar de mí misma.
—Bien.
—¿Ah, sí?
Yo asentí, decidiendo que era una buena situación para mostrarme dura.
Él miró por la ventana.
—Dentro de un rato voy a hacer que la lleven al campo —empezó.
Mi cerebro se relajó un poco y mi estómago se aflojó. Seguí su mirada por la ventana, notando con profundo alivio que no tendría que quedarme allí, con el malvado Bajito.
—Seré su consejero en el campo. He estado leyendo su expediente, ¿sabe? —hizo un gesto hacia
mi IPS, que estaba encima de la mesa—. Es un poco inusual. Un caso importante.
¿Ah, sí? Me di cuenta de que no tenía ni idea de si el mío era un caso importante o no. Si yo era
una delincuente importante, ¿quiénes serían exactamente mis compañeras de celda?
—Y ha pasado mucho tiempo desde que se vio implicada en todo aquello —continuó—. Eso también es poco habitual. Creo que ha madurado usted desde entonces —me miró.
—Sí, supongo que sí —murmuré.
—Bueno, mire, yo llevo diez años trabajando en el campo. Yo llevo este campo. Es mi campo y aquí no ocurre nada que yo no sepa.
Me quedé silenciosamente avergonzada por el alivio que sentía: no quería ver a aquel hombre ni a ninguno de los carceleros como protector mío, pero en aquel momento era lo más cercano a un ser humano que me había encontrado.
—Tenemos todo tipo de gente aquí. Debe tener cuidado con las demás internas. Algunas de ellas están bien. Nadie se meterá con usted a menos que les deje. Y las mujeres no pelean mucho. Hablan, critican, hacen correr rumores… De modo que quizá hablen de usted. Algunas de esas chicas pensarán que usted es mejor que ellas. Se dirán: «Ah, esa tiene dinero».
Me sentí incómoda. ¿Así iban a ser las cosas? ¿Me iban a etiquetar de zorra rica y creída?
—Y hay lesbianas. Están ahí, pero ninguna la va a molestar. Algunas intentarán hacerse amigas suyas y tal… ¡apártese de ellas! Quiero que comprenda que no debe tener sexo lésbico. Yo soy anticuado. No apruebo toda esa historia.
Intenté no sonreír descaradamente. Supongo que no había leído mi expediente atentamente.
—¿Señor Butorsky?
—¿Sí?
—Me pregunto cuándo podrán venir a verme mi prometido y mi madre… —no pude controlar el tono tembloroso de mi voz.
—Están los dos en su IPS, ¿verdad? —en mi IPS estaban todos los miembros de mi familia inmediata, incluyendo a Larry, que había sido entrevistado por el departamento de libertad condicional.
—Sí, están todos ahí, y mi padre también.
—Cualquiera que esté en su IPS puede visitarla. Pueden venir este fin de semana. Me aseguraré de que la lista esté en la sala de visitas —se levantó—. Usted cuídese y todo irá bien —recogió toda mi documentación y se fue.
Salí a recoger mis nuevos artículos personales de la guardiana de la cárcel: dos almohadas, dos fundas, dos mantas de algodón, un par de toallas blancas baratas y una toalla para la cara. Estos artículos estaban todos metidos en una bolsa de lavandería de red. Hay que añadir también un chaquetón muy feo color marrón con la cremallera rota y una bolsa para bocadillos que contenía un minicepillo de dientes, pequeños sobres de pasta de dientes y champú y una pastilla diminuta de jabón de hotel.
Saliendo a través de las múltiples puertas de la verja monstruosa, me sentí contenta por no tener que estar detrás de ellas, pero el misterio del campo corría hacia mí, imparable. Me esperaba un minivan blanco. Su conductora, una mujer de mediana edad con ropa de calle que parecía proceder
de excedentes militares y gafas de sol, me saludó con calidez. Llevaba maquillaje y unos aros pequeños y dorados en las orejas, y parecía la típica y encantadora dama italoamericana de Nueva Jersey. «Las guardias de la prisión son cada vez más amistosas», pensé mientras me subía al asiento
del pasajero. Ella cerró la puerta y me sonrió animosamente. Se la veía contenta. Le devolví la mirada.
Se levantó las gafas de sol.
—Me llamo Minetta. Soy una interna también.
—¡Ah! —me quedé estupefacta al ver que era también una presa, y que conducía… ¡y llevaba maquillaje!
—¿Cómo te llamas? Tu apellido… Aquí nos llamamos por el apellido.
—Kerman —respondí.
—¿Es la primera vez?
—¿La primera vez que vengo aquí? —pregunté, confusa.
—La primera vez que estás en la cárcel.
Asentí.
—No te preocupes, Kerman —me dijo mientras subíamos con el minivan por una colina—. No está tan mal, ya verás, estarás bien. Te cuidaremos. Todo el mundo es bastante majo aquí, aunque
tienes que vigilar para que no te roben. ¿Cuánto tiempo tienes?
—¿Cómo que cuánto tiempo? —dije.
—Cuánto tiempo de condena.
—¡Ah! Quince meses.
—No está mal. Pasará en seguida, ya lo verás.
Dimos la vuelta hacia la entrada trasera de un edificio largo y bajo que parecía una escuela primaria de los años setenta. La conductora aparcó junto a una rampa para minusválidos y paró el
coche. Cogí mi bolsa de lavandería y la seguí hacia el edificio, procurando no pisar los trozos de hielo. El frío se filtraba a través de mis suelas de goma fina. Pequeños grupitos de mujeres que
llevaban unos feos abrigos marrones idénticos fumaban en el aire frío de febrero. Parecían duras, deprimidas, y todas llevaban unos zapatos negros grandotes y pesados. Observé que una de ellas estaba muy embarazada. «¿Qué hace una mujer embarazada en la cárcel?».

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora