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—Ezpera aquí.
Luego salió por una puerta a otra habitación.
Me senté en un banco alejado de la puerta. Miré la pequeña ventana alta a través de la cual no se veía otra cosa que nubes. Me pregunté cuándo volvería a ver algo bonito. Medité sobre las
consecuencias de mis actos de hacía tanto tiempo, y me cuestioné seriamente por qué no habría huido
a México. Pataleé. Pensé en mi sentencia de quince meses, cosa que no hizo nada por sofocar mi
pánico. Intenté no pensar en Larry. Luego me rendí e intenté imaginar qué estaría haciendo, sin éxito.
Solo tenía la idea más vaga de lo que me esperaba a continuación, pero supe que debía ser valiente. No imprudente, no enamorada del riesgo y el peligro, no haciendo ridículas exhibiciones para demostrar que no estaba aterrorizada, sino valiente de verdad. Valiente para mostrarme tranquila cuando se requiriera estar tranquila, valiente para observar antes de arrojarme de cabeza a algo, valiente para no abandonar mi auténtico yo cuando todos los demás quisieran seducirme u obligarme en una dirección en la que yo no quería ir, valiente para mantener mi terreno con calma.
Me esperaba una enorme cantidad de tiempo intentando ser valiente.
—¡Kerman! —como no estaba acostumbrada a que me llamaran como a un perro, sonaron varios gritos antes de que me diera cuenta de que significaba: «adelante». Salté y miré precavidamente al exterior de la celda.
—Vamoz —la voz ronca de la guardiana hacía que me resultara casi imposible entender lo que estaba diciendo.
Me llevó a la sala siguiente, donde sus compañeros de trabajo estaban pasando el rato. Eran dos hombres calvos y blancos. Uno de ellos era increíblemente alto, al menos de dos metros de altura, y el otro muy bajo. Ambos me miraron como si yo tuviera tres cabezas.
—Ze ha entregado —les dijo mi escolta femenina como explicación, mientras empezaba a preparar mi papeleo. Me hablaba como si yo fuera idiota, pero sin explicar nada durante todo el proceso. Cada vez que yo tardaba en contestar o le pedía que repitiera una pregunta, el bajito bufaba burlonamente o, peor aún, imitaba mis respuestas. Yo le miré incrédula. Era exasperante, y estaba
claro que eso era precisamente lo que se proponía, y me cabreé, una emoción que supuso una agradable mejora con respecto al terror que me invadía y contra el que luchaba.
La guardiana continuó ladrando preguntas y rellenando formularios. Mientras yo estaba de pie y respondía, no podía evitar que mis ojos se volvieran hacia la ventana, hacia la luz natural del exterior.
—Vamoz.
Seguí a la guardiana hacia la sala que se encontraba en el exterior de la celda. Ella buscó en un estante lleno de ropas y me tendió unas bragas de abuelita, un sostén con las copas puntiagudas de
nailon barato, un par de pantalones caqui con la cintura elástica, una camisa caqui, como la ropa de hospital, y unos calcetines sin talón.
—¿Qué número de zapato llevaz?
—Nueve y medio.
Me tendió un par de zapatillas de lona ligeras como las que se compran en la calle en cualquier Chinatown.
Me señaló una zona con váter y lavabo detrás de una cortina de ducha de plástico.
—Deznúdate.
Yo me quité las zapatillas deportivas, los calcetines, los vaqueros, la camiseta, el sujetador y las braguitas, y ella lo cogió todo. Hacía frío.
—Levanta loz brazoz —lo hice, enseñando las axilas—. Abre la boca y zaca la lengua. Date la vuelta, agáchate, zepara las nalgaz y toze. —No conocía la parte de este ritual en la que tenía que toser, cosa que se suponía que revelaba el contrabando oculto en las partes íntimas. Qué cosa más antinatural. Me volví, desnuda—. Víztete.
Ella puso mis ropas en una caja que enviarían por correo a Larry, como si fueran los efectos personales de un soldado muerto. El sujetador, aunque era espantoso y picaba, era de mi talla.
También las demás ropas caqui de la cárcel, para mi asombro. Realmente, aquella mujer tenía buen ojo. Al cabo de unos minutos ya me había convertido en una interna.
Entonces ella pareció ablandarse un poco. Mientras me tomaba las huellas dactilares (un proceso sucio y extrañamente íntimo), me preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevaz con eze tío?
—Siete años —respondí, hoscamente.
—¿Zabe en lo que andabaz metida?
¿Metida? ¡Qué sabía ella! Mi mal genio se incendió de nuevo y dije desafiante:
—Es un delito de hace diez años. Él no tiene nada que ver con todo eso —ella pareció..
sorprendida, cosa que yo me tomé como una victoria moral.
—Bueno, no estáis cazadoz, azí que probablemente no

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora