IV

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Luego estaba la pequeña Janet de Brooklyn, que cada vez se mostraba más amistosa conmigo, aunque todavía parecía creer que yo era un poco rara por mostrarme simpática con ella. Solo tenía veinte años y era una universitaria arrestada por hacer de mula durante unas vacaciones. La habían encerrado en una celda caribeña durante un angustioso año entero antes de que los federales fueran a buscarla. Ahora cumplía sesenta meses... más de la mitad de su veintena la pasaría entre rejas.
Un día, a la hora de comer, se sentó a mi lado una Janet distinta, de unos cincuenta años, alta, rubia y espectacular. Yo la había estado observando y me preguntaba cuál sería su historia, porque me recordaba a mi tía. Janet era como yo, una delincuente de las drogas de clase media. Cumplía una sentencia de dos años acusada de tráfico de marihuana. Cuando entablamos conversación, se mostró amistosa pero no avasalladora, respetando mucho el espacio ajeno. Me enteré de que era una gran viajera, la típica intelectual ecopacisobre, fanática del fitness y experta en yoga, devota budista y con un corrosivo sentido del humor, todos ellos atributos muy convenientes en una compañera de prisión.
La comida institucional había que tomársela con un enfoque zen. El almuerzo a veces estaba caliente, a veces no, y la comida más popular eran hamburguesas estilo McDonald's o en rarísimas ocasiones, sándwiches de pollo rebozado y frito. La gente se volvía loca por el pollo de cualquier forma. Muy a menudo, la comida consistía en mortadela y queso naranja gomoso metidos en pan blanco, e interminables cantidades de almidón barato y grasiento en forma de arroz, patatas y
horribles pizzas congeladas. El postre era muy variable, a veces galletas o pasteles muy buenos y hechos en casa, a veces gelatina, otras veces cuencos de budín, de los cuales me advirtieron: «Vienen en latas que llevan la etiqueta TORMENTA DEL DESIERTO, y si hay moho en la parte de arriba, simplemente lo quitan y te ponen lo que queda». Para las pocas vegetarianas que había, tenían proteínas vegetales texturizadas, es decir, un polvo de soja reconstituido espantoso que alguien de la cocina intentaba hacer comestible, sin demasiado éxito. Normalmente parecían gusanos. A veces añadían cebolla y más o menos se podía tragar. La pobre Yoga Janet era vegetariana y se había resignado a seguir una dieta de subsistencia la mayor parte del tiempo.
Tanto la comida como la cena incluían una ensalada que solía ofrecer lechuga iceberg, pepinos a rodajas y coliflor cruda. Solo determinadas mujeres, como Yoga Janet, se servían regularmente ensalada. Saludé tímidamente a mis hermanas en fibra. De vez en cuando aparecían otras verduras con la ensalada: brócoli, brotes de judías en lata, apio, zanahorias, y muy de vez en cuando, espinacas crudas. Estas eran rapiñadas al momento y salían del comedor destinadas a las recetas de cocina de las presas, que se preparaban febrilmente en los dos microondas que había junto al dormitorio. La única comida disponible era la que aparecía en el comedor y lo que las presas podían comprar en el economato.
Una presencia constante en el comedor era la antigua compañera de litera de Nina, la italiana Pop, imponente mujer de un gánster ruso de unos cincuenta años que dirigía la cocina con mano de
hierro. Una noche yo estaba con Nina cuando ya se aproximaba la hora de comer y Pop vino a sentarse con nosotras, vestida con su uniforme de cocina de color granate arreglado a medida y con la palabra POP bordada en el corazón con hilo blanco, como si fuera un chef. Yo, que no sabía nada,
empecé a quejarme de lo mala que era la comida.
No se me ocurrió en aquel momento que nadie pudiera enorgullecerse de su trabajo en la prisión, pero Pop era así. Hice una broma sobre una huelga de hambre y entonces fue cuando la cagué.
Pop me miró ferozmente y me señaló con un dedo.
-Escucha, cariño, sé que acabas de llegar aquí y que no entiendes cómo va esto. Te lo voy a decir solo una vez. Hay una cosa que se llama «incitación al motín», y ese tipo de mierda que nos
estás contando, eso de hacer huelga de hambre, eso es incitar al motín. Te puedes meter en un problema grave por eso. Te encerrarían en la UHE en un abrir y cerrar de ojos. A mí, la verdad, no
me importa, pero tú no sabes cómo es esa gente, cariño. Si te oye decir eso que acabas de decir la persona equivocada, y va y se lo cuenta al OC, te asombraría lo rápido que vendría el teniente a encerrarte. Así que si quieres un consejo, cuidado con lo que dices.
Y se fue. Nina me miró como diciéndome en silencio «eres gilipollas». A partir de entonces me aparté del camino de Pop, agachando la cabeza para no mirarla a los ojos cuando me ponía en la cola de la comida.
Febrero es el Mes de la Historia Negra, y alguien había adornado el comedor con unos carteles de Martín Luther King Jr., George Washington Carver y Rosa Parks.
-No han puesto una mierda para el Día de Colón -un día se quejó una mujer llamada Lombardi detrás de mí en la cola. ¿Acaso ponía pegas al doctor King? Yo no dije ni pío. El campo de mínima seguridad de Danbury albergaba aproximadamente a 200 mujeres como máximo, aunque a veces llegaba a la pesadillesca cantidad de 250, todas apelotonadas. Más o menos la mitad eran latinas (portorriqueñas, dominicanas, colombianas), más o menos un 24 por ciento blancas, un 24 por ciento afroamericanas y jamaicanas, y luego un resto muy mezclado: una india, un par de mujeres de Oriente Medio, un par de nativas americanas, una diminuta mujer china de unos sesenta años. Siempre me
pregunté cómo sería estar allí si carecías de tribu. Todo era muy en plan West Side Story: ¡quédate con los tuyos, María!.
El racismo era descarado: los tres dormitorios principales se habían organizado siguiendo supuestamente unos principios instituidos por los consejeros, que eran los que asignaban alojamiento.
El dormitorio A se llamaba «los barrios residenciales», el B era «el gueto», y el C, «el Harlem hispano». Las habitaciones donde iban a parar primero todas las nuevas eran una mezcla extraña.
Butorsky usaba como arma las asignaciones de alojamiento, de modo que si le cogías de malas, te quedabas eternamente en las habitaciones. Las más enfermas del campo, o las mujeres embarazadas, como la que había visto cuando llegué, ocupaban las literas de abajo; las literas superiores estaban
llenas de recién llegadas o mujeres con problemas de conducta, que nunca escaseaban. La habitación 6, donde vivía yo, servía como enfermería más que como sala de castigo. Yo tenía suerte. Por la noche yacía en la oscuridad de mi litera, encima de la mujer polaca que roncaba, escuchando el ruido del aparato de respirar de Annette y atisbando por encima de las siluetas dormidas de la litera superior hacia las ventanas, que estaban al mismo nivel de mi litera. Cuando había luna, veía las copas de los abetos y las colinas blancas del valle lejano.
Pasaba todas las horas que podía fuera, al fresco, mirando hacia el este, hacia el enorme valle de Connecticut. El campo estaba situado en una de las colinas más elevadas de la zona, y se podían ver colinas ondulantes y granjas y ciudades a kilómetros de distancia, en la cuenca gigante del valle que
quedaba debajo. En febrero vi salir el sol cada día. Me atrevía a bajar las desvencijadas y heladas escaleras que conducían a un gimnasio en un barracón, y a la helada pista deportiva del campo, por

donde paseaba haciendo crujir la nieve, envuelta en mi feo abrigo marrón y con un gorro verde del

ejército que picaba, bufanda y mitones, y luego me dirigía al frío gimnasio para levantar pesas, casi

siempre, afortunadamente, sola. Escribía cartas y leía libros. Pero el tiempo era un animal enorme,

una bestia indolente e inamovible que no estaba interesada en mis esfuerzos por apresurarla en

cualquier dirección.


Algunos días yo casi no hablaba, manteniendo los ojos abiertos y la boca cerrada. Tenía miedo,

menos de la violencia física (porque no había visto prueba alguna de ella) que de quedar maldita

públicamente por cagarla, rompiendo una norma de la cárcel o de alguna presa. Estar en el sitio equivocado en el momento equivocado, sentarse en el sitio de «alguien», meterse donde no te

llamaban, hacer la pregunta equivocada, suponía que te llamaran la atención o te pegaran unos gritos

al momento, o bien un terrorífico guardia de la prisión o una terrorífica convicta (a veces en

español). Excepto cuando daba la lata a Nina con mil preguntas, y teorizaba e intercambiaba notas

con mis compañeras novatas de AO sobre qué era cada cosa, yo callaba.
Pero mis compañeras presas sí que estaban por mí. La urbana Rosemarie me traía el Wall Street

Journal cada día y me preguntaba cómo me encontraba. Yoga Janet se esforzaba por sentarse

conmigo a la hora de comer, y hablábamos del Himalaya, de Nueva York y de política. Se quedó muy

consternada cuando al repartir el correo apareció una suscripción a The New Republic para mí.
-¿Y por qué no lees el catálogo de American Standard, ya puestos? -dijo, indignada.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora