VI

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Un guardia, distinto del que me había señalado antes Minetta, salió de la oficina del OC. Parecía una estrella de porno gay, con el pelo muy corto, negro y brillante, y un mostacho tipo cepillo.
Empezó a gritar:
—¡Correo! ¡Correo! —y luego se puso a repartir las cartas—. ¡Ortiz! ¡Williams! ¡Kennedy!
¡Lombardi! ¡Ruiz! ¡Skelton! ¡Platte! ¡Platte! ¡Platte! Espera un minuto, Platte, que hay más. ¡Mendoza!
¡Rojas! —todas se acercaban a reclamar su correo con una sonrisa en el rostro, y luego se iban a otro sitio a leerlo… ¿quizá a algún lugar con más intimidad que los que yo había visto ya? La población de la sala fue disminuyendo a medida que él iba repartiendo el cubo de correo, hasta que solo quedaron las que no perdían la esperanza.
—¡Quizá mañana, señoras! —gritó él, volviendo el cubo vacío boca abajo. No había dicho mi nombre.
Después del reparto del correo fui recorriendo aquel edificio, sintiéndome espantosamente vulnerable con mis odiosas zapatillas de lona, que me señalaban de forma evidente como «recién llegada». Me daba vueltas la cabeza por tanta información nueva, y al principio me pasé horas yo sola con mis propios pensamientos, que volvían al instante a Larry y a mis padres. Debían de estar muy preocupados. Tenía que pensar cómo decirles que me encontraba bien.
Tímidamente me acerqué a la puerta cerrada de la oficina del consejero con un formulario azul de teléfono que Annette me había enseñado a rellenar, poniendo los números de las personas a las que quería que me permitieran llamar por los teléfonos de pago en alguna fecha futura. El teléfono móvil
de Larry, de mi familia, de mi mejor amiga Kristen, de mi abogado. La luz del despacho estaba encendida. Llamé con timidez y se oyó un resoplido ahogado dentro. Abrí la puerta con cautela.
El consejero, que se llamaba Toricella y que siempre parecía sorprendido, me miraba parpadeando con sus diminutos ojillos, molesto por mi interrupción.
—¿Señor Toricella? Me llamo Kerman, soy nueva. Me han dicho que tenía que venir a hablar con usted… —acabé indecisa, tragando saliva.
—¿Pasa algo?
—Me han dicho que debía entregarle mi lista de teléfonos… y no tengo número de NCP…
—Yo no soy tu consejero.
Notaba la garganta muy tensa, y no había necesidad alguna de fingir las lágrimas: estaban a punto de salir de mis ojos.
—Señor Toricella, me han dicho que quizá usted me podría dejar hablar con mi prometido, y hacerle saber que estoy bien… —ya estaba suplicando.
Me miró, silencioso. Al final gruñó:
—Entra y cierra la puerta —el corazón me empezó a latir muy rápido. Él cogió el teléfono y me tendió el receptor—. Dime el número y yo lo marcaré. ¡Solo dos minutos!
Sonó el teléfono de Larry y yo cerré los ojos y supliqué que lo respondiera. Si perdía la oportunidad de oír su voz, sentía que me moriría.
—¿Sí?
—¡Larry! ¡Larry, soy yo!
—Cariño, ¿estás bien? —notaba en su voz lo aliviado que estaba.
Las lágrimas caían por fin, y yo intenté no desperdiciar mis dos minutos ni asustar a Larry perdiendo el control por completo. Resoplé.
—Sí, sí, estoy bien. Estoy bien, de verdad. Muy bien. Te quiero. Gracias por traerme hoy.
—Cariño, no seas tonta. ¿Seguro que estás bien, no lo dices por decir?
—No, estoy bien. El señor Toricella me ha dejado llamarte, pero no podré llamarte de momento.
Pero escucha, puedes venir a visitarme este fin de semana… Deberías estar en la lista.
—¡Cariño! Iré el viernes.
—Y también mamá, por favor, llámala y llama a papá, llámalos en cuanto colguemos, y diles que has hablado conmigo y que estoy bien. No podré llamarles durante un tiempo. Aún no puedo hacer llamadas. Y envía lo del dinero hoy mismo.
—Ya lo he enviado. Cariño, ¿estás segura de que te encuentras bien? ¿Va todo bien? ¿Me lo dirás si no es así?
—Estoy bien. Hay una señora del sur de Jersey en mi habitación, es agradable. Es italiana.
El señor Toricella se aclaró la garganta.
—Cariño, tengo que dejarlo ya. Solo tengo dos minutos. Te quiero muchísimo, te echo de menos.
—¡Cielo! Te quiero. Estoy muy preocupado por ti.
—No te preocupes. Estoy bien, de verdad, lo juro. Te quiero, cariño. Por favor, ven a verme. ¡Y llama a mamá y a papá!
—Los llamaré en cuanto colguemos. ¿Puedo hacer algo más, cariño?
—¡Te quiero! ¡Tengo que dejarte, cielo!
—¡Yo también te quiero!
—Ven a verme el viernes y gracias por llamar a mis amigos… ¡Te quiero!
Colgué el teléfono. El señor Toricella me miró con algo que parecía simpatía en sus diminutos ojos, yo intentando no llorar.
—¿Es la primera vez? —me preguntó.
Después de darle las gracias, me dirigí hacia el vestíbulo limpiándome la nariz en la manga, sin fuerzas, pero mucho más feliz. Miré las puertas de los dormitorios prohibidos y examiné con
aplicación los tableros cubiertos de información incomprensible sobre acontecimientos y normas que yo no entendía: horarios de lavandería, citas de internas con diversos miembros del personal, permisos de ganchillo y horarios de la película del fin de semana. Aquella semana era Bad Boys II.
Evitaba el contacto ocular con todo el mundo. Sin embargo, algunas presas se acercaban a mí periódicamente.
—¿Eres nueva? ¿Qué tal, guapa? ¿Estás bien? —la mayoría de ellas eran blancas. Era un ritual tribal que en el futuro vería representar cientos de veces. Cuando llegaba una persona nueva, su tribu
(blancas, negras, latinas o las contadísimas que se podían calificar de «otras») se hacían cargo inmediatamente de su situación, la ayudaban a establecerse y la acompañaban en sus inicios. Si
entrabas en la categoría de «otras» (como nativas americanas, asiáticas o de Oriente Medio),
entonces tenías un comité de bienvenida mixto formado por las mujeres más amables y compasivas
de las tribus dominantes.
Las otras mujeres blancas me entregaron una pastilla de jabón, un cepillo de dientes y pasta de dientes de verdad, champú, algunos sellos y material para escribir, café instantáneo, Cremora (crema no láctea en polvo), una taza de plástico y, quizá lo más importante, zapatillas para la ducha, para evitar los terribles hongos de los pies. Resulta que aquellos eran los artículos que se tenían que comprar en el economato de la prisión. ¿No tenías dinero para pasta de dientes o jabón? Mala cosa.
No tenías más remedio que esperar a ver si otra presa te lo daba. Casi grité de alivio cada vez que otra mujer me daba un artículo de higiene personal y me decía: «Todo irá bien, Kerman».
Ideas en conflicto daban vueltas en mi cabeza y en mis tripas. ¿Había estado alguna vez tan fuera de mi elemento como allí, en Danbury? ¿En una situación en la que, sencillamente, no sabía qué decir, ni cuáles podían ser las consecuencias auténticas de dar un paso en falso? El año que tenía ante
mí se me aparecía tan terrible como el Monte del Destino de Mordor, aunque estaba aprendiendo rápidamente que, comparados con la condena que tenían la mayoría de aquellas mujeres, quince
meses no eran más que un suspiro, y yo no podía quejarme.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora