V

219 3 0
                                        

oda la limpieza del campo estaba altamente ritualizada, incluyendo la limpieza de cubículos del domingo por la noche en plan zafarrancho. Un día a la semana nos hacían la lavandería del dormitorio B (la lavandería era un trabajo de la cárcel, capitaneado por una mujer mayor llamada Abuela), y por eso la noche antes yo llenaba mi bolsa con calcetines sudados y un poco de jabón de lavar. Natalie me despertaba a las cinco quince, antes de que abriera la lavandería, para poder meter mis cosas antes que nadie. De otro modo, tenía que formar parte de la habitual estampida de mujeres
medio dormidas que hacían cola en la semioscuridad para llevar sus bolsas a lavar. ¿Por qué esa urgencia? No estaba claro. ¿Necesitaba yo que me devolvieran la ropa lavada a primera hora de la tarde, en lugar de a última hora? No. Participaba en el absurdo ritual de evitar el embotellamiento de la lavandería porque en la cárcel todo consiste en esperar haciendo cola. Me di cuenta de que para muchas mujeres esa situación no era nueva. Si tienes la desgracia de que el gobierno esté implicado íntimamente en tu vida, ya sea a través de viviendas públicas, sanidad pública o cupones para alimentos, entonces probablemente has pasado una absurda cantidad de tu vida haciendo cola.
Yo había hecho ya dos veces el peregrinaje mensual a la puerta del almacén para recoger mis ocho paquetes de jabón en polvo para la ropa entregados por la ceñuda presa a cargo de repartirlos.

El día del jabón de la lavadora tenía lugar una vez al mes: un día determinado de la semana, todas las números «pares» se apelotonaban en el almacén durante la hora de comer para recoger sus ocho paquetitos; al día siguiente iban las «impares». Las presas que trabajaban en el almacén, un grupito muy reservado, se tomaban muy en serio su cometido. Los días del jabón eran una intromisión en su
terreno, y permanecían en silencio, ya fuera sentadas o de pie, mientras las demás presas hacían cola para recoger el único producto que la cárcel entregaba a las presas.

Nunca comprendí por qué el jabón de la lavadora era el único artículo gratuito que nos
proporcionaban (aparte del papel higiénico, que nos pasaban una vez a la semana, y las compresas y tampones almacenados en el baño). El jabón de lavar lo vendían en el economato; algunas mujeres compraban jabón bueno y regalaban sus paquetes gratuitos de jabón a otras que no tenían nada. ¿Por qué no jabón para el cuerpo? ¿Por qué no pasta de dientes? En algún lugar de la monstruosa
burocracia del Sistema Penitenciario, todo aquello debía de tener sentido para alguien.
Yo observaba detenidamente a las presas que tenían largas condenas, como Natalie. ¿Qué habría hecho? ¿Cómo habría conseguido pasar ocho años en aquel lugar horrible con la dignidad y la cordura intactas? ¿Qué había hecho para soportar todo aquello y que solo le quedasen nueve meses
para su liberación al mundo exterior? El consejo que me dieron en diversos sitios fue: «Gasta tu tiempo, no dejes que el tiempo te gaste a ti». Como todas en la prisión, yo acabaría aprendiendo de las maestras.
Me dediqué a una serie de rituales que mejoraban incomparablemente la calidad de mi existencia. El ritual de preparar y tomar café era uno de los primeros. El día que llegué, una antigua corredora de Bolsa muy ordinaria me dio café instantáneo en una bolsa de papel de aluminio y una lata de Cremora. Larry, un insoportable esnob del café, era absurdamente quisquilloso en cuanto a los métodos de preparación y prefería las cafeteras de émbolo.

Me pregunté qué haría si alguna vez le
encerraban… ¿dejaría de tomar café o se adaptaría al Nescafé? Yo me preparaba mi taza por la mañana con el dispensador de agua caliente, que era muy temperamental, y me lo llevaba al comedor para desayunar.

Después de la cena, a última hora de la tarde, Nina aparecía a menudo preguntando si quería ir «a tomar café» con ella. Yo siempre decía que sí. Cogíamos nuestras tazas y encontrábamos un sitio donde sentarnos, según lo permitiera el tiempo, a veces fuera, detrás del dormitorio A, mirando hacia el sur, hacia Nueva York. Hablábamos de Brooklyn, de sus hijos, de Larry y de libros; cotilleábamos de las demás presas, yo le hacía interminables preguntas sobre cómo pasar el tiempo. A veces Nina no estaba de humor para tomar café. Estoy segura de que mi tendencia a irle siempre detrás a veces se le hacía pesada, pero cuando necesitaba sus sabios consejos, siempre estaba ahí.

Mientras tanto, yo leía todos los libros que iba recibiendo, me mantenía alejada de las salas de televisión y miraba con envidia a la gente que iba a sus trabajos de la cárcel. Solo había un número finito de maneras de ordenar una taquilla. Sospechaba que el trabajo ayudaba a matar el tiempo.

Intenté adivinar quién lo hacía, y por qué algunas presas llevaban unos monos caqui del ejército tan chulos. Algunas convictas trabajaban en la cocina del campo; otras, como auxiliares, limpiaban el suelo y el baño y las zonas comunes. Lo bueno de los trabajos auxiliares era que solo trabajabas unas pocas horas al día, normalmente sola. Un puñado de presas trabajaban como entrenadoras de perros lazarillo, con los cuales vivían veinticuatro horas al día, un programa conocido por el nombre bastante patético de Cachorros Entre Rejas. Otras mujeres trabajaban en los Servicios de Mantenimiento y Construcción (SMC), y cada mañana cogían un autobús para ir a hacer trabajos de fontanería o mantenimiento de terrenos. Una tropa de élite se dirigía hacia el almacén, punto de referencia para todo el que entraba o salía de la cárcel, y donde había infinitas oportunidades de
contrabando.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora