VII

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»Estoy dispuesta a enfrentarme a las consecuencias de mis actos, y acepto el castigo que el tribunal quiera imponerme. Siento muchísimo todo el daño que he causado a otros y sé que el tribunal me tratará de una manera justa.
»Me gustaría aprovechar esta oportunidad para dar las gracias a mis padres, mi prometido y mis amigos y colegas, que están hoy aquí, y que me han querido y apoyado siempre, y disculparme con ellos por todo el sufrimiento, preocupación y vergüenza que les he causado.
»Señoría, gracias por escuchar mi declaración y atender mi caso».
Fui sentenciada a quince meses en una prisión federal, y oí a Larry, mis padres y mi amiga Kristen llorar detrás de mí. Yo pensaba que era un milagro que la sentencia no fuese más larga, y me
sentía tan cansada de esperar que estaba ansiosa por acabar con todo aquello lo más rápido posible.

Aun así, el sufrimiento de mis padres era peor que cualquier tensión, fatiga o depresión que hubiera

podido causarme el largo retraso. Pero la espera continuó, en esta ocasión para mi asignación de prisión. Me sentía en parte como cuando esperas que te acepten en alguna universidad. Esperaba entrar en Danbury, Connecticut.

Cualquier otro sitio habría resultado desastroso para ver a Larry o a mi familia con alguna frecuencia. Virginia Occidental, a ochocientos kilómetros de distancia, tenía la prisión federal femenina más cercana. Cuando llegó el sobre de los federales diciéndome que debía presentarme en la Institución Correccional Federal (ICF) de Danbury el 4 de febrero de 2004, mi alivio fue enorme.

Intenté poner en orden mis asuntos, prepararme para desaparecer durante más de un año. Ya había leído los libros que encontré en Amazon sobre cómo sobrevivir en la cárcel, pero todos estaban escritos por hombres. Hice una visita a mis abuelos, intentando acallar nerviosamente el temor a no volver a verlos nunca más. Una semana antes de tener que presentarme, Larry y yo nos reunimos con un grupito de amigos en el Joe's Bar de la calle Sexta, en el East Village, en una despedida improvisada. Eran nuestros buenos amigos de la ciudad, que conocían mi secreto y habían hecho todo lo posible por ayudar. Pasamos un buen rato: jugamos al billar, contamos chistes, bebimos tequila. La noche fue pasando no quería bajar el ritmo, no quería ejercer ninguna restricción con el tequila ni dar el coñazo. La noche se convirtió en mañana, y al final alguien tuvo que decir adiós. Y mientras les abrazaba, tan fuerte como solo puede abrazar una chica que ha bebido demasiado tequila, empecé a comprender que aquel realmente era el adiós definitivo. No sabía cuándo volvería a ver a mis amigos, ni cómo serían las cosas cuando los viera. Y me eché a llorar.

Nunca lloraba delante de otra persona que no fuera Larry. Pero entonces sí lloré, y mis amigos se echaron a llorar también. Seguramente parecíamos unos locos, una docena de personas sentadas en un bar del East Village a las tres de la mañana, llorando todos. No podía parar. Lloré y lloré mientras decía adiós a cada uno de ellos. Costó una eternidad. Me calmaba un minuto y luego me volvía hacia otro amigo y empezaba a llorar de nuevo. Habiendo abandonado ya toda vergüenza, estaba tristísima.
A la tarde siguiente apenas se me veían los ojos, que eran como dos rendijas hinchadas. Nunca me había sentido peor. Pero la cosa mejoró un poquito.

Mi abogado Pat Cotter había sacado a muchos clientes de cuello blanco de la cárcel. Me dijo:

«Piper, creo que lo más duro de la cárcel para ti serán las normas estúpidas aplicadas por gente estúpida. Llámame si tienes algún problema, y sobre todo no hagas amigas».

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora