VII

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Pero aunque sabía que no debía quejarme, me sentía desprovista de todo. Sin Larry, sin amigos, sin familia con la que hablar, que me hiciera compañía, que me hiciera reír, en la que apoyarme.
Cada vez que una interna a la que faltaban algunos dientes me daba una barra de desodorante, yo pasaba velozmente del júbilo a la desesperación por la pérdida de mi vida tal y como la conocía.
¿Había estado alguna vez tan a la merced de la amabilidad de gente desconocida? Y sin embargo,
eran amables…
La chica que me proporcionó unas zapatillas para la ducha se había presentado como Rosemarie.
Era de un blanco lechoso, con el pelo castaño corto y rizado, y unas gruesas gafas cubriéndole los traviesos ojos castaños. Su acento me resultó familiar al instante: educado, pero con un fuerte toque de clase trabajadora de Massachusetts. Conocía a Annette —que me dijo que era italiana— y me
había saludado ostensiblemente varias veces ya, y ahora venía a la habitación número 6 a traerme material de lectura.
—Yo también me entregué, y estaba aterrorizada. Ya lo verás, todo irá bien —me tranquilizó.
—¿Eres de Massachusetts? —le pregunté tímidamente.
—Este acento mío de Boston debe de ser condenadamente malo… Soy de Norwood —dijo con tono afectado, y se echó a reír.
Aquel acento me hacía sentir mucho mejor. Empezamos a hablar de los Red Sox y de cuando fue voluntaria en la última campaña de Kerry al Senado.
—¿Cuánto tiempo tienes? —le pregunté, inocentemente.
Rosemarie puso mala cara.
—Cincuenta y cuatro meses. Por fraude en una subasta de internet. Pero voy a ir al Campamento, así que si tienes eso en cuenta… —y se puso a hacer cálculos de buena conducta y reducción de
condena y del tiempo que pasaría en el centro de reinserción. Me sentí de nuevo conmocionada, tanto por la revelación casual de su delito como por su sentencia. ¿Cincuenta y cuatro meses en una prisión federal por una estafa en eBay?
La presencia de Rosemarie era consoladoramente familiar: su acento, su amor por Manny Ramírez, su suscripción al Wall Street Journal, todo ello me recordaba otros lugares.
—Si necesitas algo, avísame —me dijo—. Y no te sientas mal si necesitas un hombro sobre el que llorar. Yo lloré sin parar la primera semana que estuve aquí.
Conseguí pasar la primera noche en mi cama de la cárcel sin llorar. La verdad es que en realidad ya no me apetecía, porque estaba demasiado conmocionada y cansada. Antes me había metido sigilosamente en una de las salas de ñ televisión, con la espalda pegada a la pared, pero tenían puestas
las noticias del juicio de Martha Stewart y nadie me hizo ni caso. Mirando en el estante de los libros, lleno de novelas de James Patterson, V. C. Andrews y románticas, finalmente encontré un ejemplar de bolsillo de Orgullo y prejuicio, y me retiré a tumbarme en mi litera… encima de las sábanas, por
supuesto. Me sumergí agradecida en el mundo mucho más familiar para mí de la Inglaterra decimonónica.
Mis nuevas compañeras de habitación me dejaron tranquila. A las diez de la noche las luces se apagaron de repente, y yo metí a Jane Austen en mi taquilla y miré al techo, escuchando la máquina
de respirar de Annette… porque resulta que había sufrido un ataque al corazón poco antes de llegar a Danbury y tenía que usarla para respirar por la noche. La señorita Luz, casi invisible en la otra litera de abajo, se recuperaba de un tratamiento para el cáncer de mama y no tenía pelo en la diminuta cabeza. Empezaba a sospechar que lo más peligroso que te puede pasar en la cárcel es ponerte enferma.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora