Enseñar a la Jefa ( cap10)

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Yo había aprendido muchas cosas desde que llegué a la prisión cinco meses antes: a hacer la limpieza con compresas, a arreglar una instalación eléctrica, a distinguir si una pareja eran buenas amigas o novias, cuándo insultar a alguien en español, a saber qué significa sentirse «como que no» (mal), la manera más rápida de calcular la reducción por buena conducta de alguien, cómo distinguir a una «puta de economato» a un kilómetro de distancia y a saber qué guardias seguían el juego y a cuáles era mejor no acercarse. Incluso dominaba ya una receta del canon culinario de la cárcel: el pastel de queso.

Hice mi primer intento de cocinar para la fiesta de alguien que se iba a casa, y preparé un pastel de queso de la cárcel según las instrucciones medio en spanglish medio con gestos de mi compañera
de trabajo, Yvette. A diferencia de otras muchas recetas de la cárcel, la mayoría de los ingredientes
necesarios se podían comprar en el economato.
PASTEL DE QUESO DE LA CÁRCEL

1. Prepara un fondo con galletas integrales trituradas mezcladas con cuatro porciones de margarina robadas en el comedor. Mételo en el microondas en un cuenco de plástico durante un minuto, y luego deja que se enfríe y se endurezca.
2. Coge una caja entera de queso en porciones de la Vaca que Ríe, aplástalo con un tenedor y mézclalo con un vasito de natillas de vainilla hasta que quede bien cremoso. Poco a poco, ve añadiéndolo a un envase entero de Cremora, aunque te parezca una barbaridad. Bate con energía, hasta que quede bien suave. Añade zumo de limón exprimido hasta que la mezcla empiece a ponerse dura. Nota: hará falta casi un envase entero de plástico de zumo de limón.
3. Viértelo en el molde de plástico encima de la base ya preparada, y mételo en hielo en el cubo de la limpieza de tu compañera de litera, para enfriarlo bien y dejarlo listo para comer.

Quedó un poco blanducho la primera vez; tenía que haber usado más zumo de limón. Pero fue un gran éxito. Yvette levantó las cejas cuando lo probó. «¡Bueno!», proclamó. Yo me sentí muy orgullosa.
Las técnicas de supervivencia y la cocina de la prisión estaban muy bien, pero ya era hora de aprender algo más productivo. Yoga Janet me había invitado a asistir a su clase insistiendo con amabilidad, pero con mucha persistencia, y cuando me disloqué la espalda, volvió a insistir mientras yo estaba echada de espaldas en mi litera.
—Realmente deberías venir a hacer yoga con nosotras —me reprendió amablemente—. Correr es demasiado duro para el cuerpo.
Yo no pensaba abandonar la pista de carreras, pero empecé a bajar al pequeño gimnasio para seguir las clases de yoga varias veces a la semana. Larry se rio mucho cuando se lo conté. Llevaba años intentando que yo asistiera a clases de yoga en un estudio muy moderno del centro, y encontraba divertido y molesto a la vez que hubiera tenido que ir a la cárcel para acceder a adoptar la postura del perro boca abajo.
El gimnasio del complejo deportivo tenía el suelo de goma. Al principio usábamos unas alfombrillas de espuma, pero con gran esfuerzo y persistencia, Yoga Janet fue consiguiendo auténticas alfombrillas naranja de yoga, donadas al campo por alguien del exterior. Alta y tranquila y muy práctica, Janet conseguía crear la sensación de que nos estaba enseñando algo muy importante y valioso, sin tomarse a sí misma demasiado en serio.
Camila, del dormitorio B, también asistía. Entre todos los juguetes rotos de Danbury, Camila se
hacía notar al instante. Mi amigo Eric la vio en la sala de visitas y dijo que era «la tía más buena en
prisión de todo Estados Unidos… y no te ofendas, Pipes». Entre tanta mala salud y tantos malos
modales, ella resplandecía de salud e irradiaba belleza. Alta, esbelta, con una mata de pelo negra y
brillante, la piel de un moreno rojizo, la barbilla acabada en punta y unos enormes ojos oscuros,
siempre se estaba riendo en voz alta. Yo me sentía atraída por su disposición a reír, pero esa misma
cualidad era objeto de mofa por parte de algunas de las mujeres blancas.
—Estas portorriqueñas, es como si no quisieran enterarse de que están en la cárcel, ¡siempre se
están riendo y bailando como idiotas! —decía desdeñosamente la alta y deprimida Sally, que quería
que todo el mundo se sintiera tan mal como se sentía ella. Y además era una ignorante: Camila era colombiana, no portorriqueña. A Camila se le daba bien el yoga de manera natural, y dominaba
fácilmente la postura del guerrero y las flexiones del cuerpo hacia atrás, y se reía sin poder contenerse cuando me veía intentar mantener el equilibrio sobre una pierna mientras retorcía la otra.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora