Tenía mucho cariño a mi compañera de trabajo, Allie B. Me hacía reír todo el tiempo. Parecía siempre de buen humor, al menos cuando no estaba cabreada por algo. El péndulo de su humor oscilaba un poco exageradamente. No tenía las pesadas marcas de la cárcel impresas en su cuerpo, aunque no era la primera vez que cumplía condena. De hecho era reincidente, cosa lógica, dado que era yonqui. Pero no estaba encerrada por ningún delito de drogas, así que no recibía tratamiento para su adicción.
Yo le pregunté:
—Si ahora estás limpia, y sigues limpia todo el tiempo que pases encerrada, ¿por qué vuelves a caer luego?
Ella inclinó la cabeza y sonrió.
—Está claro que no sabes de qué estás hablando, Piper —dijo—. No puedo esperar a que me suelten para meterme eso y una buena polla.Eso estaba claro: a Allie le gustaba ponerse, pero también le gustaba el sexo. Hacía siempre comentarios muy verdes y divertidos entre dientes sobre cualquier hombre del que se encaprichaba, ya fuera guardia de la cárcel, personal de corbata o algún repartidor ocasional que entraba en nuestro campo de visión.
A veces, Allie se refería a mí como «su mujer», a lo cual yo respondía: «Ni lo sueñes, Allie». De vez en cuando experimentaba accesos de lujuria creo que fingida, durante los cuales me perseguía por el dormitorio B chillándome cosas obscenas e intentando bajarme los pantalones cortos de atletismo mientras yo chillaba. Nuestras vecinas en seguida se cabreaban por el jaleo que armábamos. Por su forma de hablar y de escribir, y aunque le apasionaba el programa Factor Miedo, yo estaba convencida de que Allie estaba mejor educada que la mayoría de las reclusas. Sin hacerle a mi amiga las preguntas personales de rigor, verboten incluso entre amigas, adiviné que sus múltiples estancias en prisión se debían a su adicción. Me preocupaba Allie; ciertamente, esperaba que nunca volviera a la cárcel, pero lo que más me preocupaba es que acabara muerta.
Tenía similares preocupaciones por la colega de Allie, Pennsatucky, que había sido adicta al crack (se notaba por lo ennegrecidos que tenía los dientes delanteros). A diferencia de Allie, Pennsatucky no quería ponerse en cuanto saliera a la calle. Lo que quería era recuperar a su hija. La niña, un bebé de aspecto angelical, vivía con el padre. Pennsatucky no tenía la custodia de su hija.
«No estaba bien», según las mujeres del campo, tal y como se decía de la gente que tenía problemas de conducta o incluso a veces enfermedades mentales. Las condiciones de la cárcel no ayudaban precisamente en tales situaciones.
Después de haber tratado durante un tiempo a Pennsatucky y trabajado con ella, me parecía que le daba más a la cabeza de lo que pensaba la gente. Era muy receptiva y sensible, pero tenía grandes dificultades para expresarse de una forma que no fuera desagradable para los demás, y se ponía muy alterada y furiosa cuando sentía que no la respetaban, cosa que ocurría a menudo. No había nada en Pennsatucky que le impidiese vivir una vida perfectamente feliz, pero yo sabía que sus problemas la hacían vulnerable a las drogas y a los hombres que las ofrecían.
Si tus problemas con las drogas te colocan en el lado malo de la ley, lo que te espera es la desintoxicación en el suelo de una cárcel del condado. Una vez que te encierran para una larga estancia en prisión, lo primero que quieren es ver cuál es tu situación psiquiátrica… y prescribirte algunas drogas. La cola de las pastillas de Danbury, que se formaba dos veces al día, siempre era larga y serpenteaba fuera del despacho médico hasta la sala. A algunas reclusas les ayudaba muchísimo la medicación que tomaban, pero otras parecían zombies, drogadas hasta las trancas. Esas mujeres me asustaban. ¿Qué podía ocurrir cuando salieran a la calle y no hubiera ninguna cola de la pastilla a la que acudir?
Cuando traspasé las terroríficas puertas de la ICF, siete meses antes, ciertamente yo no parecía una delincuente, pero sí que tenía mentalidad de gánster. El gánster solo se preocupa por sí mismo y por los suyos. Me lamentaba terriblemente de mis actos, pero solo por el trauma que había causado a mis seres queridos y las consecuencias a las que me enfrentaba. Aun cuando me quitaron la ropa y la sustituyeron por el uniforme caqui de la cárcel, yo me habría burlado de la idea de que la «guerra contra las drogas» fuese algo más que una broma.
Habría argumentado que estaba demostrado que las leyes antidroga del gobierno eran totalmente ineficaces, en el mejor de los casos, en el día a día, y en el peor de los casos estaban equivocadas y centradas en el suministro más que en la demanda, concebidas al azar y aplicadas de una manera irregular e injusta, basándose en la raza y la clase, y que por tanto eran intelectual y moralmente deleznables. Y todo eso, ciertamente, era verdad.
Pero ahora, cuando miraba con consternación a Allie, que estaba impaciente por volver a su inconsciencia; cuando pensaba en si Pennsatucky sería capaz de arreglárselas y demostrarse a sí misma que era la buena madre que aspiraba a ser, cuando me preocupaba por mis muchas amigas en Danbury cuya salud estaba destrozada por la hepatitis y el sida, y cuando veía en la sala de visitas cómo había destrozado la adicción los vínculos entre las madres y sus hijos, finalmente comprendí las verdaderas consecuencias de mis actos. Yo había ayudado a que ocurrieran todas esas cosas terribles.
Lo que me hizo reconocer por fin la indiferente crueldad de mi pasado no fueron las limitaciones que me puso el gobierno de Estados Unidos, ni la deuda que había llegado a adquirir para pagar los gastos legales, ni el hecho de que no pudiera estar con el hombre que amaba. Estaba allí sentada, hablando y trabajando y conociendo a gente que sufría por lo que habíamos hecho personas como yo.
Ninguna de esas mujeres me rechazó, ya que la mayoría de ellas se habían visto íntimamente implicadas también en el negocio de la droga. Pero por primera vez empezaba a comprender de verdad que mis decisiones me habían hecho cómplice de su sufrimiento. Yo era cómplice de su adicción.
Una larga temporada de servicios a la comunidad trabajando con adictos en el mundo exterior probablemente me habría hecho comprender la misma verdad y habría sido infinitamente más productiva para la comunidad. Pero nuestro actual sistema de justicia no prevé la justicia restaurativa, en la cual un infractor se enfrenta al daño que ha hecho e intenta ayudar a las personas a las que ha perjudicado. (Yo tuve suerte de llegar a esa conclusión sola, con la ayuda de las mujeres a las que conocí). Por el contrario, nuestro sistema «correctivo» se basa en la venganza y la retribución, y nada más. Y luego sus supervisores se preguntan por qué la gente deja la prisión más rota que cuando entró.
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Orange is the new black (libro)
Teen FictionPiper Kerman, una joven atractiva y de clase acomodada, se embarca tras su graduación en una relación sentimental con una traficante de drogas para la que acabará trabajando como mula. Diez años después, y con su vida ya rehecha, es condenada a pasa...