III

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Al cabo de cuarenta y cinco minutos volvió DeSimon con unas escobas y nos puso a trabajar limpiando el edificio de la bomba. A la semana siguiente tuvimos que limpiar el almacén de conservas, un granero grande y bajo que había en el terreno de la cárcel. El almacén de conservas contenía una mezcolanza de equipo de todos los talleres. En las sombras descubrimos enormes pieles de serpiente almacenadas allí que nos asustaron mucho, y que hicieron reír encantado a DeSimon.
Pronto vendría una inspección del exterior y el personal de la prisión quería estar preparado, de
modo que debíamos tenerlo todo en orden.
Además de ordenar, también debíamos sacar la basura del almacén de conservas, un trabajo
sucio y pesado, y pasamos días enteros echando enormes tuberías de metal, pilas de artículos de
ferretería y material eléctrico a los contenedores gigantes. A los contenedores de basura fueron
bañeras y lavabos de porcelana todavía en sus cajas, componentes nuevos de calefacción para zócalos, y cajas de clavos de veinte kilos sin abrir.
—Ahí va el dinero de los impuestos de nuestra familia —murmurábamos, agotadas. Nunca había
trabajado tanto físicamente en mi vida. Cuando acabamos, el almacén quedó vacío, inmaculado y
listo para la inspección.
Aunque yo había aprendido muy rápido que incluso en la cárcel tanto presas como personal pueden romper las normas, había un aspecto del trabajo en el taller de electricidad que era meticulosamente observado y respetado. La enorme «jaula» de herramientas, donde se sentaba la auxiliar del taller, contenía todo tipo de cosas, desde serruchos a taladros Hilti, y miles de tipos de destornilladores, alicates, cortaalambres y bolsas de herramientas llenas de juegos completos de
todo lo básico, una habitación entera llena de objetos con potencial asesino. Había un sistema para
registrar todas aquellas herramientas: cada presa tenía asignado un número y un puñado de fichas de
metal que parecían las que llevan los perros en el collar. Cuando íbamos a hacer algún trabajo, cada
presa sacaba una herramienta entregando una ficha, y era responsable de devolverla. Al final de cada turno, DeSimon inspeccionaba la jaula de las herramientas. Nos dejó muy claro que si se perdía una herramienta, la presa cuya ficha ocupase el espacio vacío y la auxiliar del taller irían las dos a la UHE. Era la única norma que parecía importarle. Un día se perdió una broca de un taladro y pusimos patas arriba todo el taller y la furgoneta buscándola mientras él nos miraba, con la auxiliar a punto de llorar, hasta que finalmente encontramos la dichosa pieza de metal, que se había escondido en la tapa de una de las cajas de herramientas.
DeSimon se mostraba desagradable también con los miembros del personal, que le llamaban
«Yanki de mierda» y cosas peores. Pero aunque a la gente no le gustase, era el representante sindical
principal de la institución, y por tanto la dirección le dejaba hacer lo que le daba la gana.
—DeSimon es un gilipollas —me dijo una vez uno de los jefes de otro taller con total sinceridad
—. Por eso le elegimos.
Bajo la indiferente tutela del Gilipollas, aprendí los rudimentos más básicos del trabajo eléctrico.
Un grupo de mujeres totalmente inexpertas trabajando con alto voltaje y apenas sin supervisión:
desde luego, la situación ofrecía momentos de alta comedia, y por suerte solo algún daño corporal de
vez en cuando. Con el trabajo de la prisión, además de un cinturón de herramientas muy chulo, conseguí una gran sensación de normalidad, otra forma de marcar el tiempo y una serie de
compañeras de trabajo con las que tenía algo en común. Y lo mejor de todo: me mandaron al garaje
para que obtuviera mi permiso de conducir penitenciario, un tesoro que me permitía conducir
vehículos del SCM. Aunque odiaba a DeSimon, también me alegré de estar más o menos ocupada
cinco días a la semana, disfrutando además de la maravillosa libertad de movimientos que me daba
conducir la furgoneta del taller eléctrico por el terreno de la cárcel.
El viernes, cuando volvía al campo después del trabajo, Big Boo Clemmons, del dormitorio B,
salió a recibir el autobús del SCM.
—¡Culpable de cuatro cargos! —nos informó, muy alterada. Dentro vimos que las salas de
televisión estaban atestadas porque el jurado acababa de encontrar a Martha Stewart culpable de
obstrucción a la justicia y de mentir a los investigadores sobre una venta de acciones muy oportuna.
La diva del estilo tendría que cumplir condena en una prisión federal. Su caso se había seguido con
enorme interés en Danbury. La mayoría de las presas pensaban que sufría persecución porque era una
mujer famosa: «Los chicos se libran de ese tipo de cosas constantemente».

Una tarde, Levy, nuestra nerviosa compañera de trabajo Shirley y yo, equipadas con nuestros
cinturones de herramientas, íbamos recorriendo los alojamientos del personal dentro del campo,
arreglando sus problemas eléctricos y comprobando los paneles de circuitos en cada casa. DeSimon
nos escoltaba de casa en casa, donde podía conversar con los ocupantes mientras nosotras trabajábamos. Era un poco raro entrar en los hogares de nuestros carceleros y ver sus colecciones de
angelotes, sus fotos familiares y animales de compañía, y los sótanos con su colada y llenos de
trastos.
—Zey no tiene clase —se burló Levy. No me gustaban las guardias de la cárcel, pero aquella me
resultaba insoportable.
Cuando volvimos al taller, DeSimon se fue y nos tocó a nosotras limpiar la furgoneta y devolver las herramientas a la jaula. Entonces fue cuando descubrí que tenía un destornillador de más en el cinturón.
—Levy, Shirley, tengo uno de vuestros destornilladores —las dos miraron sus cinturones y no, cada una tenía los suyos. Yo tenía dos destornilladores en la mano, confusa—. Pero si no es vuestro, entonces, ¿de dónde…? —me quedé desconcertada—. Debo de haber… cogido este sin darme cuenta en alguna de las casas…
Mis ojos se encontraron con los de Levy y Shirley la Nerviosa, que los tenía muy abiertos.
—¿Y qué vas a hacer? —susurró Shirley.
Noté un nudo en el estómago. Empecé a sudar. Ya me vi en la UHE, sin visitas de Larry, con otro cargo criminal por robar a un OC un destornillador que podía ser un arma mortal. Y con aquellas dos idiotas metidas en el ajo, que no eran precisamente las personas a las que uno elegiría como cómplices.
—No sé lo que voy a hacer, pero vosotras no sabéis ni una palabra de esto, ¿entendido? —
susurré también.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora