Cualquiera que recibiera visitas regularmente solía guardar al menos un uniforme exclusivamente para ellos: uno que te quedase bien, estuviese planchado y sin manchas, y en algunos casos, incluso especialmente adaptado. Iba contra las normas de la prisión alterar la ropa de cualquier manera, pero nunca se metían si las presas encontraban alguna forma de hacer que los sosos uniformes masculinos
resultasen un poco más favorecedores, un poco más femeninos. Algunas mujeres planchaban la ropa
formando pliegues en la espalda de las camisas, que eran muy cuadradas y anchas. Todo el mundo sabía qué presas sabían coser, y se podía intercambiar algún artículo del economato a cambio de pequeños arreglos. A las mamis hispanas en especial les gustaba llevar los pantalones muy, muy, muy ajustados. Me hizo mucha ilusión cuando alguien me regaló un par de pantalones rectos más apetecibles, que habían fruncido un poco por la cintura y estrechado por los tobillos. Las costuras internas estaban deshilachadas, pero mis compañeras presas chasquearon la lengua aprobadoramente cuando fui a recibir a mis visitas con ellos.
—¡Guau, Piper! —dijo apreciativamente mi vecina, Delicious.
—¡Vaya tipazo! —exclamó Larry también, con los ojos como platos al verme con aquellos pantalones ajustados.
El pelo era tan importante al menos como los uniformes. Para alguien como yo, rubia y con el pelo liso, no era un problema grave, pero para las mujeres negras e hispanas era una fuente de inacabable preocupación e incontables horas de trabajo. Se sabía si alguien esperaba una visita por el estado de su pelo. Había frecuentes disputas sobre los turnos de sillón en la peluquería, con el fondo sempiterno de intenso olor a solución para la permanente y pelo quemado. La instalación eléctrica del salón no era suficiente para la demanda, y los circuitos saltaban todo el tiempo. Pero el inútil de DeSimon se negaba a hacer algo al respecto.
—Deberían cerrar ese supuesto «salón de belleza» y punto —gruñía cuando las chicas del taller sugeríamos que las de electricidad podíamos cambiar los circuitos—. ¡Total, a estas presas no les sirve para nada!
En cuanto una convicta completaba su peinado, pasaba al maquillaje. Aproximadamente un tercio
de la población llevaba maquillaje casi cada día: por costumbre, en un esfuerzo por sentirse normales, o para resultar más atractivas ya fuera a algún miembro del personal o a alguna otra presa.
Se compraba en el economato o, en el caso de una antigua broker de bolsa que era adicta a Borghese,
de contrabando por parte de algún visitante. Antes de irse al programa de drogas, Nina me regaló un pequeño estuche compacto en forma de corazón, de los que se pueden encontrar en las tiendas de todo a un dólar, y experimenté con chillones colores de sombras de ojos. Un significativo porcentaje de las mujeres hispanas llevaban tatuados el perfilador de ojos y de labios y las cejas, un efecto que yo encontraba inquietante y que asociaba con las putas transexuales del distrito Meatpacking. Las cejas tatuadas nunca coincidían con las reales, que había que depilar o afeitar, y con el tiempo se iban emborronando y en lugar de negras eran azules.
Casi todas las que esperaban visita se presentaban planchadas, peinadas y pintadas en el vestíbulo junto a los teléfonos de pago, desde donde podías ver a tus seres queridos acercarse colina arriba desde el aparcamiento. Aquellas que no esperaban visita también iban a las escaleras a observar las idas y venidas, como entretenimiento indirecto. Normalmente acababan identificando a los habituales cuando aparecían.
—¡Mira, los niños de Ginger! Y ahí los padres de Ángela… él siempre trae a la mamá antes de ir a aparcar, porque tiene la cadera mal…
Los visitantes tenían que rellenar un formulario declarando que no llevaban armas de fuego ni narcóticos encima. El OC comprobaba la lista de las reclusas para asegurarse de que el nombre del visitante estuviera en ella. Había que esperar que la lista estuviera actualizada, algo que dependía
completamente del consejero de cada una. ¿Había hecho el trabajo burocrático? ¿Se había molestado
en entregar la documentación? Si no era así, mal asunto. No importaba quién fuera tu visitante o que
hubiera venido desde lejos para verte, no le dejaban entrar. Larry me dijo lo doloroso que era ver que todos los visitantes, viejos o jóvenes, punks callejeros o yuppies modernos, tenían que lamer el culo y hacer la pelota a los guardias de la prisión con la esperanza de obtener algún tipo de favor.
¿Qué, exactamente? No estaba claro. Pero los juegos de poder que alimentaban la experiencia presas-guardias se extendían a la sala de visitas.
Larry venía a verme cada semana, y yo vivía solo para esas visitas: eran la luz de mi vida en Danbury, la impresionante constatación de lo mucho que le amaba. Mi madre venía en coche, seis horas conduciendo, hasta que yo le supliqué que viniera solo cada dos semanas. La vi más veces en los once meses que pasé en Danbury que en todos mis años previos como adulta.
Yoga Janet y la hermana Platte siempre tenían muchísimas visitas, hipsters y contraculturales que
ya se iban haciendo mayorcitos e izquierdosas con las mejillas rosadas y vestidas con algodón tejido a mano en Guatemala, respectivamente. La hermana Platte estaba muy indignada por la censura que ejercía el DFP sobre su lista de visitas: algunas figuras internacionales de la paz habían intentado
conseguir permiso para visitar a la hermana y se les había denegado.
Había reclusas que no tenían nunca visitas porque habían dicho adiós con todas las de la ley al mundo exterior. Ni hijos, ni padres, ni amigos, nadie. Algunas de ellas tenían su hogar al otro lado del mundo, y otras no tenían hogar. Algunas decían claramente que no querían que su gente las viera en un lugar como aquel. En general, cuanto más larga era tu condena, menores y más espaciadas eran tus visitas. A mí me preocupaba mi compañera de cubículo, Natalie, que estaba acabando ya su condena de ocho años. Hablaba por teléfono casi cada noche con su hijo menor y recibía muchas cartas, pero no tuvo una sola visita en el año que vivimos juntas. Respeté el muro íntimo de privacidad que erigimos entre las dos en nuestro espacio de dos metros por tres, y nunca le pregunté.
Aunque los días parecían interminables, cada semana llegaba a su fin antes de lo que esperaba, apresurada por las horas de visita. Yo tenía una suerte considerable de que me visitara alguien el
jueves o el viernes y también el sábado o el domingo. Y eso se debía al compromiso de Larry y de mi madre y de una enorme cantidad de amigos de Nueva York que estaban deseando venir a verme.
Larry hacía malabarismos con mi complejo plan de visitas, con el aplomo del director de un crucero.
Mi consejero, el señor Butorsky, se fue de repente, y yo temí otra pesadilla burocrática. Se decía que había preferido jubilarse anticipadamente a someterse a la voluntad de la directora Deboo, una mujer mucho más joven y no «norteña», y fue reemplazado por otro «veterano», el señor Finn, que elevaba ya casi veinte años en la prisión. Finn hizo enemigos de inmediato entre las presas del campo y el personal, porque exigió un despacho privado y se metió con las limpiadoras diciendo que no enceraban bien el suelo. El hombre se trasladó a su despacho privado y colocó una placa de latón con su nombre en la puerta. Por supuesto, la placa de las narices desapareció de inmediato, lo cual tuvo como resultado que un ejército de OC registraran el campo de arriba abajo. ¡No descansarían hasta que se encontrase la placa con el nombre del oficial Finn!
—Has salido de la sartén para caer en las brasas, compañera —me dijo Natalie, que conocía a Finn de años anteriores, colina abajo—. Ese hombre no es bueno. Al menos, Butorsky hacía el papeleo. Finn odia el papeleo.
Eso me agobió mucho, dada la extensa lista de visitas con la que intentaba cumplir. Pero mi pelo rubio y mis ojos azules me resultaron muy útiles en este caso, igual que había ocurrido con Butorsky.
El señor Finn se sintió automáticamente inclinado a que yo le gustara, y cuando me acerqué con un nuevo formulario de visitante y una tímida petición para ver si podía conseguirme una visita especial o cambiar el orden de mi lista, como había hecho el señor Butorsky, él resopló.
—Dame eso. Me importa una mierda cuánta gente tengas en tu lista de visitas. Los pondré a todos.
—¿Sí?
—Claro —Finn me miró de arriba abajo—. ¿Qué cojones haces tú aquí? No suelo ver mucho por aquí a mujeres como tú.
—Un problema de drogas hace diez años, señor Finn.
—Qué pérdida de tiempo. Es una pérdida de tiempo para la mitad de las personas que están en este campo. La mayoría de la gente encerrada por temas de drogas no deberíais estar aquí. No como esas desgraciadas de abajo… hay una que mató a sus dos hijos. Creo que es absurdo mantenerla viva.
No sabía cómo responder a eso.
—¿Así que pondrá a mi visitante en la lista, Sñr Finn?
—Claro que sí.
Y lo hizo. Mi lista de visitantes creció rápidamente hasta más de veinticinco, otro ejemplodesconcertante de que las normas de la cárcel en realidad nunca eran inamovibles.
Larry y mi madre eran mis salvavidas en el mundo exterior, pero también tenía mucha suerte de contar con amigos que venían a verme. Sus visitas eran particularmente reconfortantes, porque no estaban teñidas con la sensación de culpa de lo que estaba haciendo pasar a Larry y mi familia. Podía relajarme un rato y simplemente reírme con mis amigos, que me traían noticias, preguntas y observaciones de sus vidas milagrosamente normales.
David, amigo del club del libro de San Francisco y excompañero de habitación de Larry, era un visitante regular. Ahora vivía en Brooklyn, y se pegaba la paliza de tren hasta Connecticut una vez al mes. Lo que hacía especialmente maravillosas sus visitas era que él hacía como si todo fuera normal y lo miraba todo con curiosidad y aceptación. Le encantaban las máquinas de chucherías («¡Vamos a pegarnos un atracón!»). Casi me daban ganas de llorar al ver que mis amigos se tomaban mi desgracia con tanta calma.
David atraía mucha atención en el campo. Quizá fuese la combinación de pelo rojo, encanto displicente y gafas modernas, que atraían muchos comentarios jocosos. O quizá que no estuvieran acostumbrados a los gays judíos de Nueva York en aquel agujero dejado de la mano de Dios.
—Vaya amigo que tienes —comentó uno de los OC después de una visita.
Y el señor Finn dijo, con una sonrisita lasciva:
—Simplemente, finge que miro a las mujeres igual que ese amigo tuyo de la sala de visitas.
Pero a las demás presas les gustaba mucho David, que siempre cotorreaba con ellas.
—¿Te lo has pasado bien hoy con tu amigo el marica? —me preguntó Pop un día, después de una de las visitas de David. Claro que sí, me lo había pasado muy bien.
—Los maricas son los mejores amigos del mundo —dijo ella, filosóficamente—. Muy leales.
Mi querido amigo Michael me escribía cada martes en su precioso papel de escribir de Louis Vuitton. Sus cartas parecían bellos objetos de una cultura distante y exótica. La primera vez que vino a verme tuvo la desgracia de llegar al mismo tiempo que el autobús de transporte del puente aéreo, y presenció la llegada de unas mujeres desaliñadas, vestidas con mono, que entraban en la ICF con grilletes, supervisadas por unos guardias con rifles de alta precisión. Cuando me reuní con él en la mesita de cartas, muy animada con mi pulcro uniforme caqui, parecía impresionado pero aliviado.
También vinieron a visitarme amigos de Pittsburgh, Wyoming y California. Mi mejor amiga, Kristen, dejaba su nuevo negocio en Washington para venir a verme cada mes, examinándome la cara atentamente en busca de signos de preocupación que quizá otros no hubieran visto. Fuimos amigas inseparables desde la primera semana de la facultad, una pareja muy rara: ella, una sureña con todas las de la ley, una chica «como es debido», estudiante destacada, deseosa de complacer; yo, una chica no tan «como es debido»… Pero en el fondo las dos éramos muy parecidas: familias similares, valores similares, muy compatibles. Ella lo estaba pasando mal. Su matrimonio había muerto y su empresa estaba naciendo, y para tener una charla íntima con su mejor amiga tenía que acudir a una cárcel de Connecticut. Observé que cada vez que Kristen venía a verme, el oficial Scott aparecía en
la sala de visitas y la miraba como si fuera un adolescente.
Una vez vino a verme un amigo, un abogado alto y con el pelo rizado; había ido a atender a un cliente de oficio en una prisión masculina cercana y decidió pasar a verme de vuelta a casa.
Normalmente, él y su mujer venían siempre a verme juntos. Aquel tranquilo jueves por la tarde, él y yo nos lo pasamos muy bien, hablando y riéndonos durante horas.
Después, Pop me cogió por su cuenta.
—Te he visto en la sala de visitas. Parece que te lo has pasado muy bien. ¿Quién es ese tío?
¿Sabe Larry que te está visitando?
Intenté mantener la seriedad mientras le aseguraba a Pop que mi visitante era un antiguo colega de la universidad de Larry, y que efectivamente, mi prometido conocía aquella visita. Me pregunté si Larry tenía alguna idea de la cantidad de fans que tenía entre rejas.
Cuando acababan las horas de visita, las internas rezagadas abrazaban y besaban a sus seres queridos y se despedían de ellos, y nos íbamos juntas, a veces perdidas en nuestros propios esperando que la OC tuviese pereza y se saltara los registros. Si alguien lloraba, tú le sonreías comprensiva o le tocabas el hombro. Si alguien sonreía, le preguntabas: «¿Qué tal ha ido tu visita?» mientras te desabrochabas los zapatos. En cuanto te habías agachado desnuda y habías
tosido, podías volver a pasar por las puertas dobles hacia el edificio del campo, hacia el vestíbulo, donde siempre había muchas mujeres holgazaneando, esperando para usar el teléfono y viendo a los visitantes bajar la colina hasta el aparcamiento. Si eras rápida, podías correr a la ventana y echar un
último vistazo a tu visita, que ya se iba. Larry solo me dijo más tarde, cuando yo ya estaba a salvo en casa, lo terrible que era para él volverse y verme allí,diciéndole adiós a través del cristal, y tener que volver a bajar la colina y dejarme sola.
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Orange is the new black (libro)
Teen FictionPiper Kerman, una joven atractiva y de clase acomodada, se embarca tras su graduación en una relación sentimental con una traficante de drogas para la que acabará trabajando como mula. Diez años después, y con su vida ya rehecha, es condenada a pasa...