Me llegaban dos ejemplares de The New Yorker por correo, para mi horror. Alguien de fuera me había hecho una segunda suscripción. La señorita Esposito, del dormitorio C, ya se enfadó conmigo cuando apareció la primera suscripción en marzo. Pensaba que era tirar el dinero que la recibiéramos las dos. Y se iban apilando por toda la cárcel.
Esposito era una persona muy especial. Era una mujer grande y fuerte, de cincuenta y pico años, que llevaba el pelo oscuro con un corte a lo paje que extrañaba por lo juvenil. Siempre formaba parte del séquito de bienvenida de cualquier presa nueva, sin tener en cuenta su raza… ella era italoamericana, pero su nombre de casada era hispano. Te contaba sin necesidad de preguntárselo que había sido líder de banda con los Latin Kings, una afirmación que al principio yo me tomé con escepticismo —¿por qué iban a tener los Latin Kings una reina italiana?— pero que resultó ser cierta. Había sido una antigua intelectual radical de los sesenta que se implicó en la actividad de las bandas a nivel local. Esposito cumplía una condena muy, muy larga.
Me di cuenta en seguida de que Esposito, aunque era una persona codiciosa, no quería de mí nada que yo no quisiera darle, y agradecía enormemente mis revistas y mis libros. Un día vino a verme con un ventilador en la mano. Era un ventilador de mesa de plástico, oscilante, de tamaño mediano, como los que se venden en Woolworth’s. Se parecía mucho a uno que tenía Natalie.
—Oye, compañera, será estupendo tener esto cuando empiece el verano —dijo—. Ya no los traen. Dejaron de venderlos en el economato —ahora en el economato tenían un ventilador mucho más pequeño, una mierdecilla que costaba 21,80 dólares. Los antiguos eran muy apreciados, especialmente por las señoras mayores, que parecían sentir el calor con más intensidad.
El ventilador de Esposito estaba estropeado. Ni siquiera hacía calor todavía, pero ella ya estaba
agobiada.
—¿Podrías echarle un vistazo en el taller eléctrico? Daría cualquier cosa por tenerlo arreglado
—no le prometí nada, pero le respondí que lo intentaría, claro está. Cargué con el trasto al trabajo a
la mañana siguiente y le eché un vistazo mientras mis compañeras de trabajo me observaban. Resultó muy fácil arreglarlo, y me alegró comprobar que mi acceso a las herramientas resultaba útil a otra presa. De vuelta en el campo, cuando enchufé triunfalmente el ventilador y este empezó a girar.
Esposito casi se desmaya de alegría. Me negué a aceptar cualquier pago del economato, pero
Esposito me pagó con reputación.
Casi de inmediato vino a verme otra de las reclusas antiguas, esperando que le consiguiera una tabla para meterla bajo el colchón y así atenuar un poco su dolor de espalda. Había un puñado de mujeres que estaban cumpliendo condenas muy largas —Pop, Esposito, la señora Jones— y si yo les hacía algún favor, ellas se lo contaban a todo el mundo. Pronto me asediaron presas que me traían radios estropeadas y ventiladores estropeados y querían reparar cosas en sus cubículos: colgadores para la ropa, conductos sueltos, zapateros rotos, todo tipo de cosas.
Little Janet pensaba que todo aquello era excesivo.
—Esto no es trabajo nuestro, Piper. No es eléctrico, ¿por qué tenemos que arreglarlo?
—Nadie lo hará si no, cariño. Los federales no se preocupan por nosotras en este agujero de mierda. Tenemos que ayudarnos las unas a las otras.
Aquello no podía parecerle mal, y además tenía otras cosas en la cabeza, por aquel entonces.
Little Janet había atraído a una admiradora, una chica blanca muy menuda que se llamaba Amy y que
era muy habladora. Amy era nueva entre el subconjunto de presas omnipresentes a las que yo llamaba las Eminemlettes. Chicas blancas de barrios conflictivos, descaradas y chulescas, que no se dejaban acobardar por nadie (excepto por los hombres con los que salían). Llevaban todas las cejas muy depiladas, el pelo color amarillo, utilizaban vocabulario de hip-hop y tenían «padres de sus hijos», y pensaban que Paris Hilton era el non plus ultra de la belleza femenina. Amy era la más menuda y la
más detestable de la nueva cosecha de Eminemlettes, y estaba enamoradísima de Little Janet, que a
pesar de que llevaba dos años en la cárcel, al parecer no sabía manejar un enamoramiento de colegiala. Little Janet no tonteaba con chicas, de modo que Amy estaba llamando a la puerta equivocada. Little Janet no era tan mala como para soltarle un bufido a Amy, así que toleraba su adoración de cachorrillo.
Sin embargo, cuando asignaron a Amy al taller eléctrico, Janet tuvo que ponerse seria. Si Amy no
dejaba de mandarle notitas de amor y andar por ahí como una ternera en celo, Little Janet no le dirigiría más la palabra. Amy pareció desalentada pero resignada. Según lo que yo entendía de aquella situación, Amy ni siquiera era lesbiana y se trataba básicamente de un enamoramiento infantil. Compadecida de Janet, me sacrifiqué y me llevé a Amy conmigo a algunos de los recados de mantenimiento de las presas. No me negaba a ninguna petición de arreglo, aunque fuera de alguien
que no me gustaba. En los cubículos debimos de poner centenares de colgadores extra, que hacíamos
con una grapas en C y un martillo, Amy farfullando y maldiciendo todo el rato.
A pesar de lo mal hablada que era y de sus frecuentes pataletas, encontré en mí misma una sorprendente reserva de paciencia para Amy, y adopté hacia ella un trato amable pero firme. Era como los caramelos ácidos, muy dulce, pero al mismo tiempo también agria hasta resultar desagradable. Nadie más le hacía verdadero caso. Amy reaccionó con una lealtad absoluta hacia mí, y decía alternativamente a voz en grito que yo era su mamá o que era su mujer… y en ambos casos yo fingía escandalizarme.—Amy, no soy lo bastante mayor para ser tu madre, y en cuanto a lo otro… ¡no eres mi tipo!
Al ayudar a la gente nos hicimos populares, y yo conseguí muchas más sonrisas y reconocimiento
en el campo, cosa que me hizo menos tímida. Después de casi cuatro meses en la cárcel todavía
seguía mostrándome precavida, superprecavida, y mantenía a la mayor parte de la gente algo alejada.
Muchas veces tenía que sortear la maliciosa pregunta:
—¿Qué hace una perfecta chica americana como tú en un sitio como este?
Todo el mundo suponía que yo había cometido algún crimen financiero, pero en realidad era como la mayor parte de las presas que estaban allí: había cometido un delito de drogas sin violencia.
No lo guardaba en secreto porque sabía que había muchas como yo. Solo en el sistema federal (una fracción de la población penitenciaria de Estados Unidos) había más de 90 000 presos encerrados
por delitos relacionados con la droga, comparados con 40 000 por delitos violentos. Mantener en la
cárcel a un preso federal cuesta al menos 30 000 dólares al año, y las mujeres aún más.La mayoría de las mujeres del campo eran pobres, de escasa educación, y procedían de barrios donde apenas existían recursos económicos y la venta de narcóticos proporcionaba las mayores oportunidades de empleo. Sus delitos más habituales eran cosas como el tráfico a pequeña escala, permitir que sus pisos sirvieran como centro de actividad de drogas, servir como correo y transmitir mensajes, todo ello por un salario muy bajo. Una pequeña implicación en el tráfico de drogas podía llevarte a la cárcel muchos años, especialmente si tenías un mal abogado de oficio. Pero aunque te tocara un abogado de oficio fantástico, seguramente tendría un número de casos apabullante y unos recursos muy limitados para tu defensa. Para mí resultaba difícil de creer que la naturaleza de nuestros delitos explicase que a mí me hubiese caído una sentencia de quince meses, y en cambio a mis compañeras unas sentencias mucho más largas. Yo tenía un estupendo abogado privado, y un traje de club de campo que hacía juego con mi pelo rubio bien cortado.
Comparados con los delincuentes de la droga, los de «cuello blanco» a menudo demuestran mucha más avaricia, aunque sus delitos no sean glamurosos: fraude bancario, fraude en seguros, chanchullos con tarjetas de crédito, cheques sin fondos… Una rubia de unos cincuenta años de voz ronca estaba allí por fraude de valores (le gustaba contarme las aventuras y desventuras de sus hijos en un internado); una antigua banquera había malversado dinero para mantener su ludopatía, y Rosemarie, la novia que pensaba solo en su boda, cumplía cincuenta y cuatro meses por fraude en una subasta de internet.Yo recogía toda aquella información sobre los delitos de las demás o bien porque ellas mismas me la contaban o bien porque me la contaba otra interna. Algunas hablaban con total tranquilidad de sus delitos, como Esposito o Rosemarie; otras nunca decían una sola palabra de lo que las había hecho aterrizar en Danbury. No tenía ni idea de por qué Natalie había sido condenada a pasar ocho años en aquel nido de víboras. Nos llevábamos bien, y algunas tardes pasábamos ratos agradables juntas en nuestro cubículo. Yo me sentaba en mi litera, leyendo o escribiendo cartas, mientras Natalie escuchaba la radio abajo. Ella me anunciaba:
—¡Compañera, voy a echarme en la cama, escuchar música y relajarme!
Cada domingo limpiábamos el cubículo las dos juntas. Usábamos su insustituible palangana llena de agua tibia y jabón de lavar. Ella lavaba el suelo con un trapo especial que traía de la cocina, mientras yo hacía las paredes y el techo con unas compresas de la caja que había en el baño, quitando todo el polvo y la suciedad de las vigas metálicas inclinadas y del sistema de aspersores que estaba situado encima de mi cama. Luego hacíamos juntas mi cama. Nadie que llevara mucho tiempo en la cárcel dejaba que la compañera más novata hiciera la cama, como me habían enseñado muy bien el primer día.
Me sentí muy unida a Natalie al cabo de poco tiempo. Era muy amable conmigo. Y podría asegurar que ser su compañera de litera me confería una extraña credibilidad entre las demás presas.
Pero a pesar de vivir tan unidas y juntas, o quizá precisamente por eso mismo, yo no sabía prácticamente nada de ella: solo que era de Jamaica y que tenía dos hijos, una hija y un chico más joven. Y eso era todo. Cuando le pregunté a Natalie si había empezado a cumplir condena colina abajo, en la ICF, ella se limitó a negar con la cabeza.
—No, compañera, en aquellos tiempos las cosas eran un poco distintas. Estuve abajo poco tiempo… y no era nada agradable.
Eso fue lo único que logré sacarle. Quedó claro que, en lo concerniente a Natalie, los temas personales estaban fuera de los límites, y yo tenía que respetar aquello.
Pero en un mundo de mujeres que están encerradas juntas, las historias jugosas y los secretos acababan por filtrarse, ya fuera porque la presa en cuestión en un momento dado depositó su confianza en alguna cotilla, o bien porque era el personal el que había cotilleado. Por supuesto, se supone que el personal de la cárcel no puede hablar de temas personales de las internas con otras internas, pero eso ocurría constantemente. Ciertas historias corrían mucho.

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Orange is the new black (libro)
Teen FictionPiper Kerman, una joven atractiva y de clase acomodada, se embarca tras su graduación en una relación sentimental con una traficante de drogas para la que acabará trabajando como mula. Diez años después, y con su vida ya rehecha, es condenada a pasa...