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Un día de economato (porque las compras se hacían dos veces a la semana por la tarde, la mitad del campo el lunes, la otra mitad el martes), Nina apareció en la puerta de la habitación 6. Todavía sin dinero en mi cuenta de la cárcel, yo estaba lavando con un jabón prestado, envidiando profundamente las compras semanales que podían hacer las demás reclusas.
—Eh, Piper, ¿qué tal una zarzaparrilla con helado? —dijo Nina.
—¿Cómo? —yo estaba atontada y hambrienta. La cena había consistido en un rosbif con un extraño color verde metálico. Solo había comido arroz y pepinos.
—Voy a coger un poco de helado en el economato, podemos hacerzarzaparrilla con helado —mi corazón se hinchió de felicidad, pero al momento se desplomó.
—No puedo comprar nada, Nina. Todavía no me han arreglado lo de la cuenta.
—¿Quieres callarte? Ven.
En el economato se podía comprar un envase de medio kilo de helado barato, de vainilla, chocolate o fresa. Tenías que comértelo de inmediato, porque claro, allí no había nevera, solo un
dispensador de hielo para las presas. ¡Pobre de la presa que metiera el helado en la máquina del hielo, si la cogía otra presa! Te llevabas unos buenos gritos por cochina y antihigiénica. Como otras
muchas cosas, sencillamente aquello no se hacía.
Nina compró helado de vainilla y dos latas de zarzaparrilla. Se me hacía la boca agua mientras preparaba nuestro mejunje en unas tazas de café de plástico, con una espuma de un bonito color tostado. Me tendió una taza y bebí, y adquirí mi bigote de espuma. Era lo mejor que había probado desde que entré en la cárcel. Notaba que las lágrimas acudían a mis ojos. Era feliz.
—Gracias, Nina. Muchas gracias.
Cuando repartían el correo yo continuaba recibiendo una avalancha de cartas, que saboreaba una
a una. Algunas venían de mis amigos más íntimos, otras de la familia, y otras de personas a las que ni
siquiera conocía, amigos de amigos que habían oído hablar de mí y perdían algo de tiempo ofreciendo un pequeño consuelo con lápiz y papel a una absoluta desconocida. Larry me contó que una de nuestras amigas había hablado de mí a su gente, y su padre decidió leer todos y cada uno de
los libros de mi lista de deseos de Amazon. Al cabo de poco tiempo había acumulado, a través del correo, preciosas postales y cartas escritas en papel exquisitamente decorado, que eran un tesoro en la sosa fealdad de las instalaciones; siete páginas impresas de bromas de Steven Wright, un librito
sobre el café, ilustrado a mano por mi amigo Peter, y un montón de fotos de gatos de otras personas.
Eran mis más preciados tesoros y de hecho mis únicas posesiones de valor.
Mi tío Winthrop Allen III me escribió:
Pipes:

Tu página web ha sido muy bien recibida, de verdad. Se la envié a algunos de mis amigos y conocidos, de modo que no te sorprendas si recibes montones de libros viejos de remitentes desconocidos.
Te envío adjunto Japanese Street Slang. Nunca se sabe si no necesitarás en algún momento el insulto adecuado. Joe Orton no necesita presentación, pero hay una en la cubierta del libro, de todos modos. Parkinson es un viejo zoquete muy divertido, inventor de la Ley de Parkinson, que se me ha olvidado en qué consiste. Ah, sí, ahora me acuerdo, es que las tareas se expanden hasta llenar todo el tiempo disponible. Cuando hayas terminado tus sesiones de terapia de grupo, conferencias sobre sexo seguro y sermones en 12 pasos, quizá puedas comprobar su hipótesis.
El príncipe. Maquiavelo es mi favorito de todos los tiempos. Como tú y yo, es maligno de verdad.
El arco iris de la gravedad. Todos mis amigos literatos consideran que es el mejor desde Bajo el volcán. No he
podido acabar ninguno de los dos.
Incluyo un par de carteles para que puedas empezar a decorar tus aposentos antes de que aparezca Martha con sus pijadas.

Recuerdos de Winthrop, el Peor Tío del Mundo.

Empecé a recibir cartas de un tal Joe Loya, escritor y amigo de un amigo en San Francisco.
Joe me explicaba que había cumplido una condena de siete años en una prisión federal por atracar un banco, que sabía lo que yo estaba pasando y que esperaba que le escribiera. Me dijo que el acto de escribir le salvó la vida, de verdad, cuando pasó dos años enconfinamiento solitario. Me sentí algo desconcertada por la intimidad de sus cartas, pero también conmovida, y me tranquilizó mucho saber que alguien en el mundo exterior comprendía un poco el mundo surrealista en el que ahora habitaba.
Solo la monja recibía más correo que yo. El primer día en el campo, alguien me había informado convenientemente de que había una monja allí… aturdida como estaba, supuse vagamente que se referían a una monja que había decidido vivir entre las presas. Y en cierto sentido, tenía razón. La hermana Ardeth Platte era una presa política, una de las diversas monjas que son activistas pacifistas y que cumplen largas sentencias federales por entrar en un silo de misiles Minuteman II en Colorado, en una protesta no violenta. Todo el mundo respetaba a la Hermana (como la conocíamos todas), que
tenía sesenta años y era una monja muy resistente, y una presencia adorable, menuda, chispeante y amorosa. La Hermana era compañera de litera de Yoga Janet, muy apropiada para ella, y le gustaba que Janet la metiera en la cama cada noche y le diera un abrazo y un beso en su suave y arrugada frente. Las presas ítaloamericanas eran las más escandalizadas por su situación.
—Esos putos federales, ¿no tenían nada mejor que hacer que encerrar «monjas»? —escupían, asqueadas.
La Hermana recibía enormes cantidades de correo de pacifistas de todo el mundo.
Un día recibí una carta de mi mejor amiga, Kristen, a quien había conocido en mi primera semana en Smith. En el sobre había una nota breve, escrita en un avión, y un recorte de periódico. Lo desplegué y vi que era la columna «En la calle» de Bill Cunningham del New York Times del domingo 8 de febrero. Cubriendo media página se encontraban una docena de fotos de mujeres de todas las edades, razas, tamaños y formas, todas ellas vestidas de naranja chillón. «Naranjada sin tapón», era el titular, y Kristen había escrito en un papel adhesivo azul: «¡Neoyorquinas visten de naranja en solidaridad con la situación de Piper! Besos K». Coloqué con mucho cuidado el recorte en el interior de la puerta de mi taquilla, donde, cada vez que la abría, me saludaban la letra de mi querida amiga y las caras sonrientes de unas mujeres vestidas con abrigos, sombreros, pañuelos e incluso cochecitos de bebé de color naranja. Al parecer, se llevaba el naranja…

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora