III

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Por fin pude comprar en el economato el 17 de febrero, y compré:

Un pantalón de chándal talla XL, 24,70 $. Me lo dieron por error, pero no me dejaron devolverlo.
Una barra de manteca de cacao, 4,30 $

Latas de atún, sardinas y caballa, cada una 1 $ ,Fideos ramen, 0,25 $
Queso de untar en bote, 2,80 $
Jalapeños en conserva, 1,90 $
Salsa picante, 1,40 $
Libretas, bolígrafos, sobres y sellos, sin precio.
Quería con desesperación una radio portátil pequeña y barata con sus auriculares que vendían por 42,90 $. La radio habría costado 7 dólares en la calle. Con lo baja que era la paga de los presos federales, de solo 0,14 $ por hora, esa radio podía representar más de trescientas horas de trabajo.
Yo necesitaba la radio para oír la película del fin de semana o ver algo en la televisión, y para usarla en el gimnasio, pero el oficial que llevaba el economato me dijo con brusquedad que no les quedaban radios. No hay, Kerman.

Afortunadamente, como contaba con dinero del mundo exterior, pude comprar artículos para devolvérselos a todas las personas que me habían ayudado a mi llegada: jabón, pasta de dientes, champú, zapatillas para la ducha, café instantáneo... Algunas mujeres intentaron dejarlo correr.

-No te preocupes, Kerman -decían.
Pero yo insistía.

-¡Por favor, olvídalo! -dijo Annette, que me había prestado muchísimas cosas en mis primeras semanas-. ¡Eres como mi hija! Eh, ¿has recibido algún libro nuevo hoy?
Los libros seguían llegando sin cesar con cada correo. Llegó un momento en que me sentí algo violenta, y eso me ponía nerviosa. Era una clara demostración de que a mí «me iba bien» en el mundo exterior, tenía una red de personas que se preocupaban por mí con tiempo y dinero para comprarme libros. Hasta el momento nadie me había amenazado con nada más intimidatorio que un ceño fruncido o una palabra dura, y ninguna otra presa me había pedido nada. Aun así, yo me
mostraba precavida para que no jugaran conmigo, me utilizaran o me usaran como blanco. Vi que algunas de las mujeres no tenían recursos en el exterior o tenían muy pocos que les ayudaran a hacer más llevadera la vida de la prisión, y muchas de mis compañeras presas eran estafadoras muy curtidas.
Un día, justo después de mudarme al dormitorio B, una mujer a la que no conocía metió la cabeza en mi cubículo. La señorita Natalie estaba ausente, y yo estaba colocando algunos libros más en mi pequeña taquilla, que amenazaba con desbordarse. Miré a aquella mujer, negra, de mediana edad, corriente, pero que no me sonaba. Me puse en guardia.

-Eh, hola, nueva compañera. ¿Dónde está la señorita Natalie?

-Pues creo que está en la cocina.

-¿Cómo te llamas? Yo soy Rochelle.

-Piper. Kerman.

-¿Cuál de los dos es el nombre?

-Puedes llamarme Piper.

¿Qué querría de mí? Me sentí atrapada en mi cubículo. Estaba segura de que había venido a husmear.
-Ah, tú eres la de los libros... ¡chica, los tienes todos! -De hecho, yo tenía un libro en la mano y una pila encima de la taquilla. Sentía miedo y no sabía lo que quería de mí aquella mujer, ni lo que me iba a hacer.

-¿Qui... quieres un libro? -siempre me parecía bien prestar libros, pero solo unas pocas personas, como Annette, me seguían y estaban al tanto de lo que recibía en el correo.

-Vale... ¿cuál me llevo? -yo examiné los que tenía a mano. Las obras completas de Jane Austen. Una biografía de John Adams. Middlesex. El arco iris de la gravedad. No quería asumir que a ella quizá no le gustaran aquellos libros, pero ¿cómo saber qué era lo que le gustaba?

-¿Qué tipo de cosas te gustan? Puedes elegir el que quieras, como te parezca -ella miró los títulos indecisa. Hubo un momento algo violento para las dos que se hizo muy largo.
-¿Qué te parece este? Es muy bueno, realmente fantástico -cogí un ejemplar de Sus ojos miraban a Dios de Zora Neale Hurston. Me sentí racista en todos los niveles de mi ser por haber
elegido un «libro negro» de toda aquella pila para Rochelle, pero existían muchas probabilidades de que le gustara, de que lo cogiera y me dejara en paz, al menos de momento.
-Sí, pinta bien, pinta bien. ¡Gracias, Piper! -y desapareció de mi cubículo.

Una semana más tarde, Rochelle volvió. Me devolvía el libro.
-Parece bueno, pero no acabo de entrar del todo -me dijo-. ¿Tienes The Coldest Winter Ever, de Sister Souljah? -no lo tenía, así que se fue. Cuando pensé en lo mucho que me aterrorizó Rochelle, y por qué, me sentí como una idiota total. Yo había ido al colegio, había vivido y salido y trabajado con gente blanca de clase media toda mi vida, pero cuando tenía delante a una mujer negra que «no estuvo conmigo», me sentía amenazada, segura de que me iba a quitar algo. En realidad, Rochelle era una de las personas de modales más agradables y encantadores que había por allí, con un profundo amor por la iglesia y por las novelas baratas. Avergonzada, decidí no volver a
comportarme nunca más como una idiota.
Al tiempo que iba encontrando todos esos nuevos contactos en mi vida, hice un esfuerzo para seguir viéndome con Annette. Cuando me trasladaron al dormitorio B, ella suspiró, resignada:

-Ahora ya no te volveré a ver nunca más.
-Annette, eso es ridículo. Si estoy solo a unos metros de distancia de ti...

-Ya lo he visto otras veces... en cuanto las chicas se trasladan a los dormitorios, ya no tienen tiempo para verme nunca más -Annette estaba atrapada en las habitaciones a causa de sus problemas médicos, de modo que me esforcé por volver a la habitación 6 a saludarla y jugar a las cartas en la sala de recreo. Pero me aburría muchísimo el Rummy 500, y cada vez me sentía menos inclinada a perder el tiempo con un pequeño grupito de malhumoradas mujeres blancas de mediana edad. Quizá aprendiera a jugar a Spades. Esas jugadoras parecía que se lo estaban pasando mucho mejor.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora