II

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El hecho de que yo me hubiese acostumbrado a la vida en la cárcel conmocionaba a mis amigos y mi familia, pero nadie en el mundo exterior puede apreciar realmente el efecto galvanizante de todos los rituales instituidos, ya sean oficiales o informales. Es la paradoja cruel e insidiosa de las sentencias largas. Para las internas que cumplen siete, doce, veinte años, la única forma de sobrevivir es aceptar la prisión como su único universo. Pero ¿cómo sobrevivirán al ser liberadas en el mundo exterior? Decir que estás «institucionalizada» es uno de los mayores insultos que se pueden hacer a otra convicta, pero cuando te resistes a los sistemas de control, sufres castigos inmediatos. Si encajas o no, y hasta qué punto te acomodas, depende de la duración de tu sentencia, de la cantidad de contactos que mantengas con el mundo exterior y de la calidad de tu vida fuera. Y si te resistes a encontrar un lugar en la sociedad de la cárcel, te sientes desesperadamente sola y desgraciada.

La señora Jones llevaba en el campo más que ninguna otra presa, pero se iba a casa al año siguiente. Su cubículo, que era de una sola persona y del programa de los cachorros, en una esquina del dormitorio A y junto a la puerta exterior, era tan acogedor que todas temíamos lo que podía ocurrir cuando le llegara el momento de dejarlo.

—Me gusta este cubículo. Tengo aire fresco, todo el que quiero, y además puedo sacar a pasear a los cachorros —se reía. Durante el día, me gustaba acercarme al cubículo de la señora Jones para
jugar con Inky, una labrador retriever que estaba entrenando como perra lazarillo. Yo me sentaba en
el suelo y le frotaba el vientre a Inky mientras la señora Jones trasteaba por el cubículo, enseñándome fotos de mujeres con las cuales había cumplido algo de condena o su último proyecto de ganchillo (estaba especializada en calcetines navideños), y me preguntaba si quería objetos variopintos que había recogido durante sus quince años en prisión.

La señora Jones pasaba mucho tiempo en las pistas paseando a Inky y admiraba mi manera de
correr. Le preocupaba tener algo de sobrepeso, así que decidió empezar a correr también.
—¡Tú y yo vamos a competir! —gruñó, y me pinchó con el dedo fuerte en el hombro—. ¡Veremos cómo las gastas!

Pero la señora Jones estaba peligrosamente gruesa, y después de correr solo una vuelta resollando, se dejó caer en un banco, jadeando con fuerza. Le sugerí que intentara la marcha en lugar de la carrera. Esto lo encontró manejable, e iba resoplando por ahí toda la mañana a toda velocidad, obsesivamente.
Un día, la señora Jones vino a verme a mi cubículo. Yo estaba escribiendo cartas en mi litera. Se asomó por encima del tablero de aglomerado como si fuera una niña pequeña, cosa que encontré muy rara.

—¿Qué pasa, señora Jones?
—¿Estás ocupada?
—Para usted no, Jefa. Venga, entre.
Se acercó más a la litera y susurró, conspirativa:
—Tengo que pedirte un favor.
—Dígame.
—Sabrás que estoy en la clase universitaria, ¿no?
Aquella clase era un curso básico de negocios que impartían un par de profesores procedentes de una prestigiosa universidad cercana. No servía de gran cosa a la hora de obtener un título universitario (para eso necesitabas pagar los cursos por correspondencia) pero sí que contaba para obtener crédito en el «programa» ante los responsables del caso de una interna. Los responsables de caso eran los que se ocupaban de que se completaran nuestras sentencias, y eso significaba calcular el tiempo reducido por «buena conducta» (se suponía que solo cumplíamos el 85 por ciento de nuestras condenas si nos portábamos bien), y asignarnos actividades «programadas», incluyendo clases obligatorias integradoras. Los «programas» disponibles para las ocupantes del campo eran asombrosamente escasos y flojos. La clase universitaria era una de las pocas opciones, pero después de leer y ayudar a revisar unos cuantos trabajos de clase encargados a las mujeres, la verdad es que no me parecía que aquellas clases tuviesen mucha utilidad. El plan de negocios de Camila para hacer la competencia a Victoria’s Secret, por ejemplo, era divertido, pero muy hipotético y sin relación
alguna con lo que ella podía hacer cuando saliera de aquel almacén humano al cabo de cinco años.
—¿Qué tal le va, señora Jones?
Me dijo que no le iba demasiado bien. Le habían puesto malas notas en su plan de negocio. La
Jefa estaba preocupada.
—Necesito una tutora. ¿Podrías ayudarme tú? Tenemos que entregar un trabajo sobre una película
que vimos. Te pagaré.
—Señora Jones, no tiene que pagarme nada. Por supuesto que la ayudaré. Tráigame las cosas y
les echamos un vistazo.
Cuando accedí a ayudar a la Jefa pensaba en la típica relación alumna-tutora. Yo hablaría con ella de sus deberes, le haría preguntas que la hiciesen pensar, y revisaríamos y corregiríamos su trabajo. Ella volvió con un cuaderno y unos documentos y un libro que me puso en la cama: La empresa en la sociedad que viene, de Peter Drucker.
—¿Qué es esto?
—Nuestro libro recomendado. Lo tienes que leer.
—No, señora Jones, lo tiene que leer «usted».
Ella me miró, angustiada y suplicante.
—Es que me da dolor de cabeza.
Recordé que además de estar algo loca por llevar encerrada más de una década, se decía que la señora Jones tenía algunos tornillos sueltos por los abusos sufridos por parte de su marido.
Yo fruncí el ceño.
—Echemos un vistazo al trabajo que tiene que entregar, el de la película que vieron.
Eso provocó otra mirada angustiada.
—¡Lo tienes que escribir tú, yo no puedo hacerlo! No les gustó mi último trabajo —dijo, sacando su plan de negocios, algo violenta. Le habían puesto una mala nota con un rotulador rojo.

Lo hojeé. La letra de la señora Jones era difícil de leer, pero me di cuenta de que aunque hubiera sido impecable, el contenido de aquel trabajo no tenía sentido alguno. Noté en el estómago una sensación angustiosa. Podía ser una convicta, pero como hija de profesores, sentía fuerte aversión por las trampas en los exámenes.
—Señora Jones, yo no le puedo hacer los trabajos. ¿Y cómo voy a escribir algo sobre una película que no he visto?
—¡Tomé notas! —me las arrojó, triunfante. Ah, vaya, estupendo. Parece que la película tenía algo que ver con la Revolución Industrial.
¿Qué era mejor, dejar que la señora Jones fracasara sola o ayudarla a hacer trampas? Yo sabía que no podía dejarla fracasar.
—Jefa, ¿por qué no le hago unas preguntas sobre la película y le ayudo a hacer un esquema, y luego usted intenta hacer el trabajo?
La señora Jones negó con la cabeza, tozuda.
—Piper, mira mi plan de negocios. Yo no sé escribir. Si no me ayudas, Joanie del dormitorio A ha dicho que me ayudaría ella, pero no es tan lista como tú.
Joan Lombardi no era ingeniera aeroespacial precisamente, y yo sabía que cobraría a la señora
Jones por su «tutoría». Además, estaba implicado mi ego. Suspiré.
—Enséñeme sus notas.
Después de sacarle unos cuantos datos sin contexto alguno sobre la película, me puse a redactar un trabajo de tres páginas increíblemente genérico sobre la Revolución Industrial. Cuando acabé, llevé el trabajo pulcramente escrito a mano al cubículo de la Jefa, en el dormitorio A.
Ella se quedó extasiada.
—Señora Jones, va a copiar este trabajo para que quede con su propia letra, ¿verdad?
—Bah, no se darán cuenta.
Me pregunté qué me ocurriría si sus instructores se daban cuenta. No creo que me enviaran a la UHE ni que me expulsaran de la cárcel.
—Señora Jones, al menos léase el trabajo, para saber de qué va. ¿Me lo promete?
—Te lo juro, Piper, por mi honor.
La señora Jones estaba fuera de sí por la emoción cuando le devolvieron el trabajo en clase.
—¡Un 10! ¡Me han puesto un 10! —repetía, llena de orgullo.
Sacamos también un 10 en el siguiente resumen de película, y ella estaba encantada. Yo no podía creer que los profesores no hicieran ningún comentario ni pregunta sobre la diferencia entre aquellos trabajos y el anterior: incluso estaban escritos con una letra distinta.
Y entonces se puso seria.
—Tenemos que hacer el trabajo final. ¡Es un cincuenta por ciento de la nota, Piper!
—¿Y en qué consiste, Jefa?
—Tiene que tratar sobre la innovación y debe basarse en el libro recomendado. ¡Y tiene que ser más largo!
Yo me quejé. Intenté desesperadamente no leer el libro de Peter Drucker. Había pasado toda mi carrera educativa y profesional evitando ese tipo de libros de negocios, y ahora me habían atrapado allí, en la cárcel. No veía forma de evitar su lectura si la Jefa quería aprobar.
—La innovación es un tema un poco amplio, señora Jones. ¿Tiene alguna idea sobre un tema concreto?
Ella me miró impotente.
—Está bien… ¿qué tal sobre coches eficientes?
La señora Jones llevaba encerrada allí desde mediados de los ochenta. Intenté explicarle lo que
era un coche híbrido.
—¡Suena muy bien! —dijo.
Larry se quedó perplejo cuando le pedí que me enviara por correo algunos artículos básicos de
internet sobre híbridos. Intenté explicarle lo del trabajo final de la Jefa. Estaba muy agobiado porque
acababa de empezar en un nuevo trabajo como editor en una revista de hombres. A la hora de negociar su nuevo puesto de trabajo había insistido en trabajar solo media jornada o bien el jueves o el viernes, para poder ir a visitar a su novia a la cárcel. Intenté imaginar cómo había sido exactamente la conversación. Las cosas que tenía que hacer por mí eran increíbles. Pronto recibí un paquete de información por correo y empecé a sumergirme trabajosamente en La empresa en la sociedad que viene.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora