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Cuando el efectivo escaseara, me enviarían a mí a retirar giros de dinero de Alaji a diversos bancos, una actividad que en sí misma era también un delito, aunque entonces yo no me daba cuenta de ello. Cuando me enviaron a un recado semejante en Yakarta, uno de los correos de la droga quiso venir conmigo.
Era un chico gay muy joven de Chicago que vestía al estilo gótico, pero se arregló muy bien y representó el papel del pijo perfecto. Le aburría mucho el lujoso hotel. Durante el largo trayecto a través de la ciudad, que entonces crecía descontrolada, nos quedamos asombrados por los atascos de tráfico, las jaulas de cachorros a la venta en la carretera, ladrando sin cesar, y la cantidad de categorías humanas que ofrece aquella metrópolis del sudeste asiático. En un semáforo, un mendigo estaba tirado en la calle pidiendo limosna. Tenía la piel casi carbonizada por el sol y carecía de piernas. Empecé a bajar la ventanilla para darle unas cuantas rupias, de los cientos de miles que tenía.

Mi compañero dio un respingo y se encogió en su asiento.
—¡No! —gritó.
Le miré, disgustada y perpleja. El taxista me cogió el dinero de la mano y se lo tendió por su ventanilla al mendigo. Nos fuimos en silencio.

Teníamos muchísimo tiempo libre y nos entreteníamos en los clubes de playa de Bali, los billares militares de Yakarta y clubes nocturnos como el Tanamur, que estaban en el límite entre club y burdel.
Nora y yo íbamos de compras, nos hacíamos limpiezas de cutis o viajábamos a otros lugares d Indonesia, solo las dos, viajes de chicas. No siempre nos llevábamos bien.

Hicimos un viaje a Krakatoa y contratamos a un guía para que nos llevase de excursión por las montañas, cubiertas por densas y húmedas junglas. Hacía muchísimo calor y sudábamos. Paramos a almorzar junto a una preciosa poza de un río, en lo alto de una impresionante catarata. Después de bañarnos desnudas, Nora se apostó conmigo (de hecho dobló la apuesta, para ser precisos) a que no era capaz de saltar desde la catarata, que tenía al menos diez metros de altura.

—¿Has visto saltar alguna vez a alguien? —le pregunté yo a nuestro guía.
—Ah, sí, señorita —dijo, sonriendo.
—¿Has saltado tú alguna vez?
—¡Ah, no, señorita! —exclamó, sonriendo todavía.
Pero una apuesta es una apuesta… Desnuda, empecé a subir por las rocas hasta el que me parecía el sitio más lógico para saltar. La catarata rugía. Vi el agua removida, opaca y verde allá abajo, muy lejos. Estaba aterrorizada y de repente todo aquello me pareció mala idea. Pero la roca estaba resbaladiza, y después de intentar en vano retroceder como un cangrejo, me di cuenta de que tendría que saltar; no había otro camino. Con todas mis fuerzas me arrojé por el aire chillando, lejos de la roca, y me sumergí hondamente en el cañón verde que tenía debajo. Salí a la superficie riendo,
jubilosa. Minutos después llegó Nora aullando desde la catarata, detrás de mí.
Cuando salió a la superficie jadeó:
—¡Estás loca!
—¿Quieres decir que no habrías saltado primero, si a mí me hubiese dado miedo? —le pregunté,
sorprendida.
—¡Ni por asomo! —respondió ella. En aquel preciso momento tendría que haber comprendido que Nora no era de fiar.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora