Sorpresas De Octubre

71 2 0
                                    

Cuantas más amigas tenía, más gente quería alimentarme. Era como si tuviera
media docena de madres judías. Ni se me ocurría rechazar una segunda cena, porque
nunca podías estar segura de cuándo volverías a comer bien. Pero a pesar de mi dieta
alta en calorías, me estaba volviendo muy competente en yoga, levantaba sacos de
cemento de cuarenta kilos en el trabajo, y corría al menos cincuenta kilómetros a la
semana, de modo que no estaba gorda. Estaba completamente desintoxicada, sin
drogas y sin alcohol, y me imaginaba que en cuanto saliera a la calle, o bien me
pondría hasta el culo o me convertiría en una auténtica fanática de la salud, como
Yoga Janet.
Pronto perdería a Yoga Janet. Iba a ser una mujer libre, de modo que procuraba
hacer yoga con ella en cada oportunidad que tenía, intentando escucharla atentamente
y seguir su guía para las posturas. Nunca había tenido esa sensación agridulce antes,
cuando alguien se iba a casa. Desde luego era un acontecimiento muy feliz, pero en
aquel momento la perspectiva de que se fuese me parecía una pérdida personal
terrible. Nunca habría reconocido esto ante nadie, y era algo que me avergonzaba
profundamente. Pero aún tenía más de cuatro meses por delante, y no me podía
imaginar pasar sin su presencia consoladora e inspiradora. Yoga Janet era mi guía a la
hora de emplear el tiempo sin abandonarme. De su ejemplo aprendí cómo obrar en
condiciones tan adversas con gracia y encanto, con paciencia y amabilidad. Ella tenía
una generosidad que yo esperaba poder conseguir algún día. Pero también era dura,
no era ninguna masoquista.
La «fecha del 10 por ciento» de Janet, ese punto de una condena federal en que
una presa reúne los requisitos necesarios para ir a un centro de reinserción, había
llegado y había pasado, y ella estaba que mordía porque todavía no le habían dado
fecha de salida. Todo el mundo se pone muy nervioso justo antes de irse a casa. Los
números y las fechas son algo a que agarrarse.
Pero finalmente Yoga Janet se acabó yendo a casa, o más bien a un centro de
reinserción en el Bronx. La mañana de su liberación, yo me dirigí a la sala de visitas
durante la hora del desayuno, porque todas las reclusas del campo se iban por la
puerta principal. No sé por qué motivo, la costumbre exigía que la conductora de la
ciudad llevase su furgoneta blanca hasta aquella puerta, donde se reunía una pequeña multitud para despedir a la afortunada, y Toni entonces llevaba a la que pronto sería
liberada cincuenta metros más abajo por la colina. La mayoría de las mujeres se
limitaban a salir por la puerta sin llevarse nada más que una pequeña caja de artículos
personales, cartas y fotos. Se habían congregado todas las amigas de Janet para
decirle adiós: la hermana, Camila, María, Esposito, Ghada… Ghada sollozaba sin
parar. Siempre se ponía fatal cuando alguien a quien quería se iba a casa. «¡No,
mami! ¡No!», gemía, con las lágrimas corriéndole por la cara. Yo aún no tenía ni idea
de cuál era la duración de la condena de Ghada, aunque suponía que sería larga.
Normalmente me gustaba mucho decir adiós. Que alguien se fuera a casa era una
victoria para todas nosotras. Incluso me levantaba algunas mañanas para decir adiós a
personas que no conocía demasiado bien, porque me hacía feliz. Pero aquella
mañana, por primera vez, comprendí lo que sentía Ghada. No es que fuera a rodear
las piernas de Yoga Janet con mis brazos y echarme a llorar, pero el impulso estaba
ahí. Intenté concentrarme mucho en lo feliz que me sentía por Janet, por su novio,
que era muy agradable, por todas las que conseguían la libertad. Janet llevaba un
chaleco rosa hecho a ganchillo que alguien le había entregado como regalo de
despedida (otra tradición que quebrantaba las normas). Ella estaba tan desesperada
por irse que resultaba obvio que estaba haciendo acopio de toda su paciencia para
despedirse de todas nosotras, una a una.
Cuando me llegó el turno a mí, le eché los brazos alrededor de los hombros y la
abracé con fuerza, apretando la nariz contra su cuello.
—¡Gracias, Janet! ¡Muchas gracias! ¡Me has ayudado muchísimo! —no pude
decir nada más y me eché a llorar. Y al momento, ella se había ido.
Sola y perdida, fui al gimnasio por la tarde. Había algunas cintas de ejercicios en
VHS, y un televisor y reproductor de vídeo, y entre ellos un par de cintas de yoga. En
particular había una que a Janet le gustaba mucho hacer ella sola. «Solo Rodney y
yo», suspiraba. La cinta era de un yogui muy popular llamado Rodney Yee («¡Mi
sueño dorado en la cárcel!», se reía). Miré la portada: un tipo con una coleta larga en
la postura de la silla. Me pareció familiar. La puse.
Apareció en la pantalla una bonita playa hawaiana. Las olas del Pacífico lamían la
orilla, y allí estaba Rodney, un chino guapo y refinado con un tanga negro. Lo
reconocí al momento. Aquel era el yogui que apareció en el canal del hotel de
Chicago donde Larry, mi familia y yo nos alojábamos cuando me sentenciaron a
aquel almacén humano… Lo tomé como una señal, una señal potente… de algo.
Pensé que significaba que debía continuar haciendo yoga, y que si Rodney era lo
bastante bueno para Janet, también bastaría para mí. Cogí una alfombrilla de yoga y
me puse en la postura del perro boca abajo.
El 8 de octubre por fin tenía que llegar Martha Stewart. Una semana antes se anunció en la prensa que se la había destinado a Alderson, la enorme prisión federal
en las montañas de Virginia Occidental. Construida en 1927 bajo los auspicios de
Eleanor Roosevelt, era la primera prisión federal para mujeres, destinada a
reformatorio. Alderson era una instalación toda ella de mínima seguridad, para unas
mil presas, y según la radio macuto del DFP, la mejor instalación para mujeres con
gran diferencia. Las señoras de Danbury se sintieron muy disgustadas por esa noticia.
Todo el mundo esperaba que, contra todo pronóstico, la enviasen a vivir con nosotras,
o bien porque creían que su presencia mejoraría un poco nuestra situación o bien por
una simple cuestión de entretenimiento.
Mientras nos dirigíamos a trabajar, aquel día, los helicópteros de los canales de
noticias pasaban por encima de la plantación federal. Les hicimos señas obscenas. A
nadie le gusta que le traten como un animal en el zoo. El personal también estaba
irritable. Decían que los guardias exteriores habían cogido a un fotógrafo intentando
infiltrarse en las instalaciones, arrastrándose al estilo comando, boca abajo. Era
gracioso, pero el estado de ánimo general era de abatimiento: nos habían dejado de
lado.
Pronto surgió un drama doméstico que distrajo a las internas de su decepción.
Finn, que se preocupaba muy poco por hacer cumplir la mayoría de las normas de la
cárcel, había empezado a declarar una guerra encubierta al oficial Scott y Cormorant.
En cuanto llegué al campo noté que ocurría algo raro cuando estaba de guardia
Scott. Una chica blanca muy delgada aparecía en la puerta del despacho del OC, y allí
se quedaba, hablando y riendo con él durante horas y horas. Ella trabajaba como
limpiadora, y se pasaba horas limpiando la diminuta oficina cuando él estaba de
servicio.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Annette.
—Ah, es Cormorant. Tiene algo con Scott.
—¿Algo? ¿Qué quieres decir exactamente, Annette?
—Pues no lo sé con seguridad. Nadie les ha visto hacer nunca otra cosa que
hablar. Pero ella aparece delante de su puerta cada vez que él está de servicio.
Otras presas se quejaban de esa curiosa situación, por puro despecho, celos o
auténtica incomodidad. Aunque la relación fuese platónica, aquello iba totalmente en
contra de las normas de la cárcel. Pero Scott era buen amigo de Butorsky, como bien
sabía todo el mundo, de modo que nadie había hecho nada sobre aquella extraña
relación que tenía lugar a plena vista de todos. Nunca les habían cogido haciendo
nada, aunque todo el mundo los vigilaba como halcones. Amy era compañera de
litera de Cormorant y decía que se pasaban notitas de amor, pero Cormorant nunca
faltaba de su cama.
Fuera cual fuese aquella extraña relación, a Finn no le gustaba, de modo que hizo
lo único que podía hacer dentro del funcionamiento de las prisiones: fue a por Cormorant. Corrían rumores de que él le había advertido que si la cogía
remoloneando alrededor del oficial Scott le iba a hacer un parte (un informe de
incidentes) por desobedecer una orden directa. Todo el verano estuvieron jugando al
gato y el ratón; cuando Finn no estaba de servicio y Scott sí, Cormorant seguía
siempre metida en la oficina del OC. Era poco probable que Finn se enfrentara a otro
miembro del personal, y cuando él no estaba presente, las cosas seguían como de
costumbre. Hasta que de repente metieron a Cormorant en la UHE a instancias de
Finn.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Apr 20, 2020 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora