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Joyce, la del taller de electricidad, se iba a casa pronto. Había dibujado el calendario en la pizarra del taller e iba tachando con tiza cada día que pasaba. Una semana antes de la fecha de su liberación, vino a verme y me preguntó si podía teñirle el pelo. Debí de mostrar mi sorpresa ante aquella petición tan íntima.
—Eres la única que conozco que me da la sensación de que no lo jodería —explicó, a su manera
seca y realista.

Fuimos a la sala de peluquería que se encontraba junto al vestíbulo principal, que ocupaba tanto
espacio como la biblioteca legal, más o menos del tamaño de un armario grande. Había dos lavacabezas antiguos de color rosa con grifos extensibles para aclarar el pelo, un par de sillones de peluquería casi totalmente destrozados, y algunos secadores de pie que parecía que procedían de principios de los sesenta. Las tijeras y otros utensilios cortantes los guardaban en una taquilla enrejada montada en la pared, y solo podían abrirla los OC. Una de las sillas estaba ocupada por una mujer a la que estaba arreglando el pelo una amiga. Mientras yo iba trabajando por partes en el pelo de Joyce, liso y brillante, siguiendo cuidadosamente las instrucciones de la caja, me sentí muy orgullosa de que me lo hubiera pedido a mí, y también me sentí un poco como una chica normal, realizando tareas de embellecimiento con sus amigas. Cuando se me disparó sin querer la boquilla del grifo extensible y salpiqué de agua a todas descontroladamente, para mi sorpresa se echaron a reír en lugar de insultarme. Quizá empezase a encajar un poquito…
En el mundo libre, tu residencia puede ser un refugio pacífico tras un largo día de trabajo; en la cárcel no es así. En el dormitorio B discutían ruidosamente sobre pedos. Había empezado Asia, que en realidad no vivía en el B y fue expulsada.

—¡Asia, estás fuera de tu sitio! ¡Vete de aquí cagando leches, poligonera! —le dijo alguien.
Yo sobrevivía bastante bien en el «gueto» del dormitorio B porque por suerte me habían emparejado con Natalie, quizá por mi tozuda convicción de que habría sido muy racista por mi parte intentar que me trasladasen, y quizá también debido al hecho de que había ido a una universidad de mujeres de élite. Vivir con gente de tu mismo sexo tiene determinadas constantes, ya sea en plan pijo o a lo bruto. En el Smith College, la obsesión constante con la comida se expresaba en cenas a la luz de las velas y tés los viernes por la tarde. En Danbury se manifestaba cocinando en el microondas y robando comida. En muchos aspectos, yo estaba mejor preparada para vivir en íntima relación con un montón de mujeres que algunas de mis compañeras presas, que se estaban volviendo locas por aquella convivencia femenina forzada. Había menos bulimia y más peleas de las que yo había soportado como estudiante universitaria, pero se vivía el mismo espíritu femenino: camaradería y empatía, humor subido de tono los días buenos, y dramas histriónicos acompañados de indiscreciones y cotilleos maliciosos los días malos.

Era muy extraña aquella sociedad toda de hembras, con un puñado de hombres desconocidos, la vida estilo militar, el rollo «gueto» que predominaba (tanto urbano como rural) visto a través de la lente femenina, la mezcla de edades, desde jovencitas bobas a ancianas muy mayores, todas juntas y revueltas, con distintos niveles de tolerancia. Las concentraciones absurdas de gente inspiran absurdas conductas. Ahora puedo verlo todo desde una distancia suficiente para apreciar su singularidad surrealista, pero con tal de estar en casa con Larry en Nueva York, habría recorrido todo el camino andando descalza sobre cristales rotos bajo una tormenta de nieve.

El señor Butorsky, mi consejero, tenía una política que se había inventado él solito. Una vez a la semana hacía que todas las presas a las que supervisaba (que era medio campo) acudieran a una cita de un minuto con él. Tenías que presentarte en la oficina que compartía con Toricella y firmar en un libro grande para acreditar que habías estado allí.
—¿Algún problema? —preguntaba. Era tu oportunidad de pedir algo, confesar algo o quejarte.
Yo solo pedía cosas, normalmente que aprobaran a algún visitante.
A veces él mostraba curiosidad.
—¿Qué tal le va, Kerman? —me iba bien—. ¿Todo bien con la señorita Malcolm? —Sí, todo estupendo—. Es una dama encantadora. Nunca me da ningún problema. No como otras —¿cómo, señor Butorsky?—. Sé que es muy difícil para alguien como usted, Kerman. Pero parece que lo lleva bien. —¿Algo más, señor Butorsky? Porque si no, tengo que irme…
Otros días estaba más conversador.
—Estoy a punto de irme de aquí, Kerman. Casi veinte años llevo en esto. Las cosas han cambiado. La gente de arriba tiene ideas diferentes de cómo hacer las cosas. Por supuesto, no tienen ni idea de lo que pasa realmente aquí, con esta gente…
—Bueno, señor Butorsky, seguro que disfrutará mucho de la jubilación…
—Sí, estoy pensando en algún sitio como por ejemplo Wisconsin… donde haya más norteños como yo, no sé si me explico…
Minetta, la conductora que me había traído al campo el día que llegué, tenía que salir en abril. A medida que se aproximaba la fecha, en todo el campo se hablaba sin parar de su sucesión, ya que la conductora que iba a la ciudad era la única presa a la que se permitía salir diariamente de las instalaciones. Era la responsable de hacer los recados para el personal de la cárcel en la ciudad, llevar a las presas y a sus escoltas OC a visitas al hospital, y acompañar a las presas a la estación de
autobuses cuando las soltaban… y cualquier otra misión que se le encomendase. Nunca, nunca jamás
se había elegido una conductora para la ciudad que no fuera «norteña».

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora