Ya había cogido el ritmo y los días y semanas parecían ir más deprisa. Iba pasando hitos (una cuarta parte de mi sentencia, un tercio de mi sentencia) y la cárcel me parecía más soportable. El exterior me mostraba el curso natural del tiempo de una manera nueva para una chica que había
pasado toda su vida en la ciudad. Pasé de pisar hielo a pisar barro y luego hierba (cortada por las damas de jardinería). Salieron yemas en los árboles, y luego flores silvestres e incluso peonías. Junto a la pista aparecieron pequeños conejitos que se fueron convirtiendo en descarados conejos
adolescentes ante mis ojos, mientras yo recorría aquel bucle de medio kilómetro miles de veces.Pavos salvajes y ciervos corrían libremente por la reserva federal en la que estaba situada la prisión.
Me desagradaban mucho los gansos canadienses, que llenaban de cagadas oscuras y verdosas toda mi pista.Una tarde soleada, yo estaba pasando el rato en un banco al sol, frente al taller de electricidad, intentando con desgana leer Cándido, que me había enviado algún listillo. El señor DeSimon no había aparecido en el trabajo, una experiencia agradablemente habitual. Aquella mañana me costaba
bastante leer por culpa del estampido constante de las armas de fuego. Muy cerca de los talleres del SCM, escondido a medio kilómetro en los bosques, se encontraba el campo de tiro de la prisión. Los funcionarios de prisiones pasaban buenos ratos allí con sus armas de fuego, y la descarga de
múltiples proyectiles era un ruido de fondo habitual durante nuestros días de trabajo. Había algo profundamente intranquilizador en el hecho de trabajar para la cárcel mientras oías practicar a tus carceleros para pegarte un tiro.Cuando volvimos del almuerzo, los disparos habían cesado y una vez más disfrutábamos de un plácido día rural en Connecticut. De pronto aparcó a mi lado una de las camionetas blancas de la institución.
—¿Qué demonios estás haciendo, convicta?
Era el señor Thomas, jefe del taller de carpintería. Los talleres de construcción y carpintería se alojaban en un solo edificio, a la izquierda del taller eléctrico y al otro lado del destartalado
invernadero. En el taller eléctrico no había baño, de modo que teníamos que ir a usar el que había dentro del edificio. El baño era para uso individual, una espaciosa habitación privada en cuyas paredes alguien había pintado unos dibujos azules muy bonitos. Me encantaba aquel baño. A veces, cuando mis compañeras del taller se peleaban o veían cualquier mierda prohibida en la tele, cuando el señor DeSimon no estaba, yo huía al baño y obtenía unos benditos minutos de intimidad y de tranquilidad. Era la única puerta de la cárcel que se podía cerrar. Los talleres de construcción y carpintería los dirigían respectivamente el señor King y el señor Thomas. El señor Thomas era redondo y explosivo, e inclinado al ruido, las bromas y ocasionales arrebatos de verborrea, como un Jackie Gleason moderno (el actor que interpretaba a Ralph
Kramden en la serie Honeymooners). El señor King era flaco y desgarbado, taciturno y arrugado, siempre con un cigarrillo colgando de los labios. Parecía el hombre de Marlboro.Llevaban muchos años compartiendo taller y tenían una relación de trabajo íntima, aunque discreta. Cuando yo entraba en los talleres para usar el baño, el señor Thomas normalmente celebraba mi presencia con un grito:
«¡Eh, criminal!».
Ahora quería saber qué demonios estaba haciendo. Mi compañera del dormitorio B, Alicia Robbins, estaba en el asiento de la camioneta a su lado. Alicia era jamaicana, y era muy amiga de la señorita Natalie. Se reía, así que no me pareció que fuera a tener problemas.
—Ejem… ¿nada?
—¡Nada! Bueno, ¿quieres trabajar?
—Claro…
—¡Pues venga, suuuuube!
Yo me levanté de un salto, dejé a Voltaire en el banco y me subí a la furgoneta. Alicia se apretó
un poco para dejarme sitio. No pensé que podría meterme en líos ya que iba con un OC. El señor Thomas apretó el acelerador y la furgoneta partió. Pasamos junto al taller de fontanería y el de jardinería, nos dirigimos hacia la ICF, y luego de repente nos metimos por un empinado camino de
grava. No tenía ni idea de adónde íbamos. Casi de inmediato desaparecieron los edificios, y lo único que se vio por las ventanas abiertas de la furgoneta fue bosque. Árboles, piedras y de vez en cuando un arroyo, todo ello muy empinado hacia abajo.En la radio de la furgoneta sonaba con fuerza un rock clásico. Miré a Alicia, que seguía riendo.
—¿Adónde nos lleva? —le pregunté.
El señor Thomas bufó.
—Está loco —fue lo único que dijo Alicia.
La carretera seguía bajando, bajando y bajando. Llevábamos ya muchos minutos de trayecto. Ya no me sentía en prisión. Me sentía como una chica que se ha subido a una furgoneta que se dirige hacia una aventura. Apoyando el antebrazo desnudo en la puerta de la furgoneta, miraba hacia los bosques, de modo que cuando los árboles iban pasando, lo único que podía distinguir era un borrón verde y marrón.Al cabo de varios minutos, la furgoneta llegó a una especie de claro y vi señales de gente. Ante nosotros se encontraba una zona de acampada, y algunas de las mujeres que trabajaban en construcción y carpintería estaban pintando tranquilamente unas mesas de picnic. Pero no atrajeron mi atención, porque lo que vi detrás de ellas me llenó de una emoción tal que pensé que la cabeza me iba a estallar. La zona de picnic se encontraba junto a un lago enorme, y los rayos del sol de junio brillaban sobre el agua, que lamía suavemente el borde de un embarcadero de botes.
Me quedé con la boca abierta. Abrí mucho los ojos, y no me preocupó en absoluto mantener la
sangre fría.
El señor Thomas aparcó la furgoneta y yo bajé de un salto.
—¡Es un lago! ¡Qué bonito es, no puedo creerlo!Alicia se rio de mí, cogió sus utensilios de pintar de la parte trasera de la furgoneta y nos dirigimos a una mesa de picnic.
Me volví al señor Thomas, que también miraba el lago.
—¿Puedo ir a mirarlo? ¡Por favor!
Él se rio también.
—Sí, claro, pero no te tires. Me despedirían…
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Orange is the new black (libro)
Teen FictionPiper Kerman, una joven atractiva y de clase acomodada, se embarca tras su graduación en una relación sentimental con una traficante de drogas para la que acabará trabajando como mula. Diez años después, y con su vida ya rehecha, es condenada a pasa...