IV

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No quedamos demasiado impresionadas en conjunto, la verdad. Todas las presas sabían que Finn, el consejero de mayor categoría, era demasiado perezoso para molestarse en inspeccionar los dormitorios más del mínimo imprescindible, y no se preocupaba tampoco por hacer cumplir la mayoría de las reglas. Lo único que parecía importarle a Finn era la jerarquía (como nos demostró el asunto de la placa con su nombre). Y al jefe administrativo de la unidad le importaba un comino todo lo que tuviera que ver con el campo.
Pero hay que reconocer que de las acusaciones que el personal nos había hecho, una era cierta: desde la partida de Butorsky se había producido un incremento del «folleteo» entre las damas, que condujo a algunos emparejamientos bastante cómicos. Big Mama era una alegre giganta que vivía en el dormitorio A, ingeniosa y rápida con las palabras, generalmente benévola y de una circunferencia
prodigiosa. Andaba escasa de recato, sin embargo, como probaban sus desvergonzados encuentros
sexualdiarias una serie de chicas mucho más jóvenes y delgadas en su cubículo abierto. A mí me gustaba Big Mama, y estaba fascinada por su éxito romántico. ¿Cómo lo conseguiría? ¿Cuáles serían sus trucos? ¿Serían los mismos que empleaban los hombres gordos de mediana edad para conseguir que se acostaran con ellos jovencitas apenas púberes? Las chicas no la rechazaban ni le faltaban al respeto, así que, ¿sería curiosidad por su parte? Yo era curiosa, pero no lo bastante atrevida para preguntar.
Había un baile constante entre prisioneros y personal con respecto a las normas. Con la llegada de los nuevos oficiales destinados al campo, el baile empezaría de nuevo. Me sentí enormemente
aliviada de librarme de la Estrella Porno Gay, y me sorprendió mucho lo soportable que se volvió el
campo cuando él se fue.
En el lugar de la Estrella Porno apareció el señor Maple, que parecía justo lo contrario de su predecesor. El señor Maple era joven, acababa de volver del servicio militar en Afganistán y era exageradamente educado y amistoso. Al instante se hizo popular entre las mujeres del campo. Yo seguía considerando a todos los OC enemigos por principio, pero empezaba a comprender un poco por qué una presa podía ver a un guardia con buenos ojos. Sin tener en cuenta las «gay porque es lo que hay», la inmensa mayoría de las reclusas eran heterosexuales y echaban de menos la compañía masculina, la perspectiva masculina y la atención masculina. Una afortunada minoría tenía un marido o un novio que las visitaban regularmente, pero la mayoría no tenía tanta suerte. Los únicos hombres con los que estaban en contacto eran los guardias de la prisión, y si el OC es un ser humano medio decente, acaba siendo objeto de enamoramientos. Si es un hijo de puta y un chulo, mucho más aún.
Es difícil concebir cualquier relación entre adultos en Estados Unidos que sea más desigual que la de una presa y el guardián. La relación formal, forzada por la institución, significa que la palabra de una persona vale todo, y la de la otra no vale casi nada; una persona puede ordenar a la otra que haga casi cualquier cosa, y si se niega, puede tener como resultado una constricción física total. Ese hecho es como una bofetada. En las relaciones con personas que están investidas con algún tipo de poder en el mundo exterior (policías, funcionarios electos, soldados) tenemos derechos que regulan nuestras interacciones. Tenemos el derecho a dirigirnos al poder, aunque quizá no lo ejerzamos. Pero cuando cruzas los muros de una prisión como reclusa, pierdes ese derecho. Se evapora. Y eso es terrorífico. No resulta sorprendente, por tanto, que la extrema desigualdad de las relaciones diarias entre las presas y sus carceleros conduzca de una manera natural a abusos de muchos tipos, desde pequeñas humillaciones hasta delitos espantosos.
Todos los años se atrapa a algún guardia de Danbury y otras cárceles de mujeres de todo el país abusando sexualmente de las presas. Varios años después de que yo volviera a casa, ese fue el caso de uno de los lugartenientes de Danbury, un veterano de las instituciones penitenciarias con diecisiete años de experiencia. Le juzgaron y pasó un mes en la cárcel.
Cuando el señor Maple estaba de guardia por la noche, patrullaba los dormitorios constantemente. Me ponía muy nerviosa que un OC me viera vestida solo con mi mumu, aunque era muy ancho. Resultaba mucho más intranquilizador todavía levantar la vista al cambiarme después de ir al gimnasio, en pantalón corto y un sujetador de deporte, y ver los ojos de un guardia de la prisión.
No era el hecho de que vieran mi cuerpo, aunque solo pensarlo me daba escalofríos. Era más bien que mis momentos más íntimos (cuando me cambiaba de ropa, cuando estaba echada en la cama, leyendo, llorando) de hecho eran públicos, y aquellos hombres desconocidos podían verme.
Uno de los primeros días de guardia, Maple estaba pasando lista para repartir el correo.
—¡Platte! ¡Platte! ¡Rivera! ¡Montgomery! ¡Platte! ¡Esposito! ¡Piper!
Yo me adelanté y él me tendió mi correo, y volví con las demás. Algunas de las mujeres se reían
disimuladamente y susurraban. Me acerqué a Annette y la miré intrigada.
—¡Te ha llamado Piper! —otras presas me miraban con curiosidad. Eso no se hacía. Me sentí algo molesta y lo demostré sonrojándome profundamente, cosa que produjo más risitas ahogadas.
—Este tío no tiene ni idea. Debe de pensar que es mi apellido —expliqué, a la defensiva. Al día siguiente, con el correo, lo volvió a hacer.
—¡Ese es su nombre de pila! —gritó alguna listilla, mientras yo volvía a sonrojarme.
—¿Ah, sí? —dijo él—. Pues es muy raro.
Pero siguió llamándome Piper.

Orange is the new black (libro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora