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El mes de noviembre pasó con rapidez y pronto serían las vacaciones de Navidad. No era demasiado amante de las mismas, pues Carla siempre se iba con sus padres de viaje a Francia, donde tenían familia. Yo debía quedarme sola y acudir a numerosos actos familiares que, lejos de agradarme, me aburrían como la que más. Y no es que no quisiera a mi familia, pero no tenía hermanos ni primos de mi edad —los únicos dos primos que tenía iban aún al instituto y a pesar de quererles no compartíamos ninguno de nuestros gustos— y muchas veces mi padre me obligaba a ir a fiestas de empresa que siempre se me hacían eternas. Mi madre se había divorciado de él cinco años atrás. Desde entonces, era yo su pareja en ese tipo de eventos. A él parecía ilusionarle tanto que me veía incapaz de rechazar sus invitaciones, así que no me quedaba otra que sonreír y fingir que me lo pasaba bien.

Él era un importante cocinero, conocido en gran parte del país y cuyo restaurante tenía varias estrellas Michelin, por lo que muchos famosos, empresarios y gente influyente de la ciudad solían invitarle a sus fiestas. Era una simple formalidad o incluso una invitación que les otorgaba el valor de tener entre sus invitados a un prestigioso chef, pero a mi padre le gustaba conocer gente y siempre me insistía en que no todos eran iguales.

Cualquier otra persona pensaría que tenía suerte de rodearme de gente tan influyente como a la que mi padre me acostumbraba a presentar, pero la verdad es que siempre me había parecido un mundo lleno de hipocresía y postureo, cosa que no iba para nada conmigo. Las sonrisas falsas, los halagos exagerados y las críticas por la espalda era lo único que conseguía ver en aquel tipo de personas.

Justo el primer fin de semana de diciembre, en el cual el sábado fui a casa de mi padre para comer con él y mis abuelos, me anunció que el siguiente viernes tenía uno de esos odiosos eventos.

—Me encantaría que me acompañaras, cielo —pidió mi padre una vez mis abuelos se marcharon y después de explicarme que era la fiesta de un importante empresario de la ciudad que hacía cada año por Navidad. En aquella ocasión, además, me explicó que anunciaría el reciente compromiso de su hija—. Es el primer año que me invita y es un pez gordo.

Mi padre me observaba casi con súplica. Era un hombre bien entrado en los cincuenta. Todavía mantenía su atractivo, pues era alto y los partidos de pádel que hacía un par de días a la semana le mantenían en forma. No obstante, las arrugas y las canas de su cabello y de su barba le daban ese aspecto entrañable que siempre me provocaba la gente que comenzaba a hacerse mayo.

—Claro, papá. Iré contigo —acepté—. Pero parece un poco extraño que anuncie el compromiso de su hija cuando todos los invitados sabéis que lo va a anunciar, ¿no crees? —intenté bromear.

—Cosas de multimillonarios, hija. Supongo que deben hacer esas cosas de forma oficial o algo así. Yo que sé —rio ante mi observación.

—Ya... Son raros de cojones.

Mi padre se levantó de la mesa aún riendo y cogió un paquete que había encima del sofá, el cual me entregó. Mi padre vivía en una casa bastante grande y amplia a las afueras de la ciudad, en uno de los núcleos urbanos con mayor renta por cápita del país. No es que a mi padre le gustase fardar o rodearse de un lujo extremo, pero el duro trabajo que había hecho durante su vida le permitía pagarse una casa moderna y grande como aquella cerca del campo y en un lugar tranquilo, lo que siempre había soñado, así que yo no era quien para juzgar aquello.

Al entregarme el paquete, vi que era de un sutil color mate dorado y el lazo blanco perla satinado que lo adornaba le daba un aspecto realmente elegante. Sabía que pertenecía a una boutique de diseño, pero no recordaba el nombre italiano o francés que seguramente lo identificaba. Mi padre no solía hacerme regalos, así que fue toda una sorpresa.

Entre la multitud, tú © [En revisión]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora