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Un silencio ensordecedor se apoderó de mis oídos. Lara acababa de bajarse del coche y todo mi cuerpo se encontraba completamente paralizado, bloqueado. Había algo en todo aquel asunto que seguía sin encajarme y, después de aquel momento, aún lo tenía más claro. El beso que me había dado Lara, aparte de dulce y embriagador, parecía esconder un resquicio de demanda, como si hubiese intentado decirme algo con ese contacto.

Estaba más que dispuesto a descubrir qué era realmente lo que le había hecho cambiar de parecer, porque después de todos los momentos compartidos era impensable que mi compromiso o la dificultad de la que partía nuestra relación se hubiese convertido en el gran problema que parecía ser de repente para ella.

Verla alejarse cada vez más con ese caminar tan desgarrador me rompió el corazón. Lo único que deseé en ese momento fue salir corriendo detrás de ella, besarla e irnos de allí para abrazarla toda la noche y que se deshiciera de la tristeza que la poseía por completo. Sin embargo, la había visto tan afectada que decidí que iba a ser mejor dejarla sola, al menos por el momento.

Conduje sin rumbo alguno. Volver a casa tan solo iba a servir para que siguiese comiéndome la cabeza por ella, pero estaba tan agotado y profundamente dolido que eso era justo lo que menos necesitaba. Desde aquella maldita llamada en la que Lara me hizo saber que no quería volver a verme, a penas había dormido y los pocos ratos en los que lo hacía tenía pesadillas. Tampoco había comido demasiado y mi rendimiento en el trabajo había sido un auténtico desastre. ¡Incluso olvidé una importante reunión con un socio francés!

Acabé aparcando en una calle solitaria. Ni siquiera reconocía en qué zona de la ciudad me encontraba. Caminé durante algunos minutos solamente para intentar despejar mi mente, pero me sentí tan ansioso al no poder sacar de mi cabeza ni a Lara ni a lo que había ocurrido con ella que decidí entrar en el primer bar que me encontré para tomar un trago e intentar olvidar.

Cuando entré en aquel antro, el cual contaba con una luz tenue y un ambiente más bien poco festivo —aspecto que contrastaba con las fechas en las que estábamos—, me dirigí directamente a la barra. Había muy poca gente en el lugar, pero no necesitaba más. Simplemente quería un lugar solitario en el que beber tranquilo sin que nadie me molestase o pudiese reconocerme.

Los tragos de ron se fueron sucediendo uno detrás de otro. Poco más de una hora después, mi cabeza ya daba vueltas. Fui plenamente consciente de que le di la tabarra al camarero con mis problemas, pero es que, incluso nublando mi mente con alcohol, Lara no salía de ella. Más bien todo lo contrario, pues era lo único que seguía percibiendo con absoluta claridad entre la confusión, sintiendo el dolor y el enfado que me provocaba aquella situación más intensamente que nunca.

—Ponme otra —le pedí al camarero pronunciando con dificultad.

—Oye, tío. No sé qué es lo que te habrá hecho esa tal Lara, pero deberías dejar de beber —me aconsejó.

—Joder... ¿Quieres hacerme el puto favor de darme la botella de una vez? ¡No me digas cuándo debo dejar de beber! Soy yo el que paga, así que dame lo que te pido —contesté de malas formas.

—Calma, bestia —escuché que decía una voz femenina a mi lado—. Sergio, ponle la botella —le dijo ella al camarero—. Yo me encargo.

El tal Sergio, tras mirarme frunciendo el ceño, nos dio la espalda y pocos segundos después dejó con fuerza la botella delante de mí. Intenté abrirla para servirme, pero mi coordinación se vio enormemente afectada por mi estado etílico. La muchacha que seguía a mi lado y me observaba con detenimiento me quitó la botella de las manos. Antes de que pudiese quejarme, la abrió y me sirvió ella mima.

Entre la multitud, tú © [En revisión]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora