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La fecha límite para tomar una decisión había llegado y yo seguía –todavía– sin tener idea de qué hacer. Aquella misma noche Víctor vendría a esperar que me fuese con él frente a mi casa y aún no tenía nada claro.

Durante toda la semana estuve totalmente absorta, tanto en casa como en el trabajo. Incluso Mercedes se percató de ello y me llevé una buena bronca al entregarle un expediente numerado al revés –un error fácil de remediar, pero una excusa suficiente para que la tomara conmigo de forma desproporcionada–.

Había hablado con Carla, con Daniel e incluso se lo hice entrever a mis padres, pero, como era de esperar, ninguno me dio una respuesta clara y en ocasiones fueron incluso contradictorias.

Yo, por una parte, veía que podía ser una buena opción irme con él a Londres y empezar de cero. Estaba claro que necesitaba desconectar, provocar un cambio en mi vida y una experiencia como aquella podía ayudarme. Además, la posibilidad de comenzar algo con Víctor me tentaba a pesar de seguir dudando sobre qué era exactamente lo que sentía hacia a él.

Durante toda la semana, estuve pensando en sus palabras, sus caricias, la forma en la que me miró y su beso que, a pesar de haberme hecho sentir bien, Enzo fue capaz de colarse en mis pensamientos incluso en momentos que nada tenían que ver con él.

Por otro lado, mi yo responsable me gritaba que no podía irme sin haber ni siquiera llegado a graduarme, que no podía dejarlo todo así como así y menos cuando mi futuro profesional y personal estaban en juego.

Para colmo, la idea de perder a Enzo para siempre si decidía irme, pesaba más incluso de lo que me hubiese agradado: a pesar de tener claro que lo mejor para ambos era estar separados, en el fondo existía siempre una razón para no querer –ni poder– estar sin él.

En definitiva, allí estaba, en el día clave hecha un lío y un manojo de nervios.

Carla se había despedido de mí aquella mañana. Según ella, debía irme sin dudar a Londres, aunque fuese algo simbólico. Su consejo era que me fuese aquel fin de semana, volviese para acabar mis prácticas y luego decidiese del todo qué hacer. Sin embargo, ni esa solución que parecía más que racional llegaba a convencerme.

Y ahí estaba, a poco menos de dos horas de las ocho, sentada en el sofá con la pierna subiendo y bajando sin control mientras mis uñas estaban a punto de desaparecer mordidas por mi angustia.

La maleta, preparada para cuatro días –la cual me había casi obligado a hacer Carla–, parecía mirarme desde la puerta del salón. Solo tenía que levantarme, cogerla y bajar las escaleras para esperarle, pero una fuerza invisible parecía retenerme.

Cada dos por tres me levantaba a mirar por la ventana, y mi corazón dio un vuelco cuando, media hora antes de las ocho, vi que Víctor llegaba conduciendo un coche que estacionó delante de mi portal.

Allí me quedé, mirándole, sopesando en mi mente la posibilidad de dejar mi vida atrás para comenzar algo indefinido –aunque seguramente interesante– a su lado.

Cuando le vi bajar del coche, mi reacción fue apartarme de la ventana para que no me viese, sintiéndome una idiota al instante y riéndome sola como una adolescente.

Dios mío, la situación iba a acabar conmigo. Verle allí abajo, nervioso también, con lo guapo que estaba iluminado a penas por la luz de la farola que quedaba justo sobre él, tenía a mi corazón corriendo a gran velocidad –aunque no logré descifrar si era hacia él o en dirección contraria–.

Los minutos pasaban más rápidamente que nunca, la maleta seguía presionándome desde la entrada con su presencia y mi cuerpo seguía igual o incluso más paralizado que momentos atrás.

Entre la multitud, tú © [En revisión]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora