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Al fin acabaron las vacaciones de Navidad; las peores de mi vida. Desde el maldito día del hospital, apenas había salido de casa por mucho que Carla o Víctor intentaran animarme —este último incluso presentándose en mi casa para intentar averiguar qué me ocurría para no querer volver al hospital y recibiendo solo de mi parte la mentira de haberme impresionado demasiado el ver a Enzo en aquel estado—.

Me pasaba las noches llorando o teniendo pesadillas, las mañanas tirada en la cama y las tardes en el sofá. Todo eso sin comer a penas —creo incluso que perdí un par de kilos—. La situación me sobrepasaba por completo y debía obligarme a sacar a los Ferrara de mi vida si no quería estar cada vez peor. Sin embargo, ni siquiera tuve las agallas de alejar a Víctor, pues su presencia era de las pocas que me reconfortaban. Yo parecía hacer lo mismo con él y, además, me mantenía continuamente informada de la evolución de Enzo. Se había convertido en un apoyo indispensable.

Enzo despertó dos días después de mi visita y, al parecer, lo primero que quiso hacer fue quitarse todas las vías y tubos a los que estaba conectado para venir a verme. Incluso Víctor me hizo reír cuando me describió la cara de desconcierto de su madre al ver que realmente su hijo estaba, como decía él, «loco por ti».

Pese a tener unas ganas enormes de ir a verle y de contar con el apoyo de Víctor, no me atreví a hacerlo. Intenté hacerle creer que era muy duro para mí y que Enzo y yo ya no teníamos nada, pero me fue imposible convencerle. Víctor sospechaba justificadamente que le escondía algo, pero aunque me hubiese gustado contárselo no podía. Y es que justo después de que Enzo despertara, recibí en mi teléfono fotografías de mi padre saliendo de casa o yendo al trabajo. Tenía muy claro que, quien me las había enviado, era la señora Ferrara o alguna de su gente y debía evitar cabrearla. No podía arriesgarme a ir al hospital, que me viese o simplemente se enterase de que había ido. Mi padre estaba siendo vigilado y no me perdonaría nunca que le pasara algo por mi culpa. Llegué incluso a llamarle todos los días para hablar con él, pues estaba tremendamente preocupada y atemorizada por la situación.

Aquella noche debía irme a dormir pronto, pues a la mañana siguiente volvía a la rutina y ni más ni menos que comenzando las prácticas en la empresa para la que presenté mi solicitud de beca. Me la concedieron el día treintaiuno de diciembre, pero con todo lo que ocurría entonces, una semana atrás, no miré el correo electrónico hasta el último fin de semana. Aquella noticia fue lo único que me hizo ilusión de aquellos días y me convencí para centrarme en aquella oportunidad, en dar lo mejor de mí y aprovecharla al máximo, pudiendo tener la mente ocupada al menos un poco para intentar pensar en Enzo lo menos posible —aunque bien sabía que me iba a resultar prácticamente imposible—.

Ya en pijama, estaba en la cocina rellenando un vaso de agua para irme a la cama cuando escuché que Carla gritaba de un modo extraño desde el salón. La miré y vi que estaba inmersa leyendo una revista, cosa que no solía hacer, pues normalmente solo miraba las fotografías de la misma.

—¿Algo interesante en una revista de moda? —pregunté al acercarme a ella y ver el nombre en la portada.

—¡No! —gritó ella con la voz aguda y escondiendo la revista de mí.

Sonreí. Sus mejillas sonrojadas me hicieron gracia y aumentaron mi curiosidad por saber qué estaba leyendo para que gritase de emoción y después me lo escondiera. Dejé el vaso de agua encima de la mesita del salón y me senté a su lado.

—¿Desde cuándo me escondes cosas? —le pregunté comenzando a hacerle cosquillas tras ver que no tenía intención de darme la revista— ¡Va, Carla! Enséñamelo —le pedí poniendo pucheros.

—No va a gustarte —siguió diciendo, sorprendiéndome.

—Eso lo decidiré yo —acabé por decirle después de haber conseguido quitársela de entre las manos.

Entre la multitud, tú © [En revisión]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora