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Cuando entré de nuevo al interior de la galería, ni siquiera el fuerte calor de la calefacción pudo calmar el frío que sentía en mi interior; ese que me había provocado la señora Ferrara y madre de Enzo.

La subasta había terminado y un grupo de jazz tocaba gustosamente en el pequeño escenario, pero a penas podías atender a lo que había a mi alrededor.

—¡Hija! Te he estado buscando —me hizo saber mi madre al llegar a mí.

—Perdona —respondí como una autómata.

—¿Estás bien, cielo? Tu cara está pálida —se preocupó.

—Em... No me siento muy bien.

Enseguida mi madre puso el dorso de su fina mano sobre mi frente para comprobar si tenía fiebre, pero yo sabía muy bien que mi mal estar no se debía a ningún tipo de enfermedad física.

—Estás más bien fría. ¿Has salido fuera? —quiso saber.

—Sí, salí a tomar el aire, pero no te preocupes. Estaré bien.

—No, le diré a los músicos que acaben un poco antes de lo que estaba previsto y te llevo a casa ahora, si te encuentras mal —propuso pareciéndome raro—. Miguel puede encargarse de despedir a los invitados —me hizo saber refiriéndose al director de la galería y su jefe.

—¿Seguro, mamá? No quiero estropearte la noche. Te hacía especialmente ilusión este evento. Puedo aguantar.

—Ay, cielo... Lo que más me gusta de estos eventos es organizarlos. Una vez empieza, pierde todo su encanto. Estoy un poco aburrida yo también y bastante cansada. ¿Nos vamos?

—Está bien. Gracias.

Mi madre me sonrió con ternura. Se estaba comportando como hacía años que no veía.

—De nada, cariño. Voy a avisar a Miguel y nos vamos. Ve a buscar tu abrigo. Quizás estés incubando algo.

Hice caso a lo que me decía y me dirigí al guardarropas. En cuanto tuve mi abrigo y mientras me lo colocaba, sentí una presencia detrás de mí que me heló la sangre.

—Por cierto, querida —dijo la voz de la mujer que había provocado mi malestar—. Supongo que no hace falta decir que debes comunicarle a mi hijo cuanto antes que no quieres volver a verle.

—¿Cómo? Eso no es cierto y no puedo decirle que debo dejar de verle porque usted me esté amenazando —solté sorprendiéndome a mí misma.

—Guarda esa arrogancia para la gente de tu calaña, niña. Invéntate lo que te dé la gana, pero hazle entender que lo vuestro no tiene futuro o ya sabes las consecuencias —acabó diciendo en mi oído.

—¡Nora! —saludó la que era mi madre.

—¡Vaya, Raquel! ¡Qué gusto verte! —saludó falsamente la señora Ferrara como si no hubiese pasado nada entre las dos mientras daba dos besos a mi madre— Disculpa que no haya ido a saludarte antes, pero te he visto muy atareada.

—No te preocupes. ¿Conoces a mi hija?

—Ah, no. La vi aquí sola con esa mala cara y le pregunté si se encontraba bien —mintió con descaro, haciéndome hervir la sangre—. ¿Así que es tu hija?

—Sí, parece que no se encuentra muy bien. Voy a llevarla a casa.

—Ay, pobre... Este frío que ha venido de golpe ha sido malísimo. Mi hijo mayor está igual —comentó claramente para provocarme—. En fin, espero que te mejores, bonita —me dijo con una hipócrita sonrisa.

—Claro... —contesté entre dientes para que mi madre no sospechase nada.

—Nos vemos pronto, Nora. Espero que estés disfrutando de la velada. Mañana te llamo para concretar la entrega de la obra por la que has pujado —se despidió mi madre.

Entre la multitud, tú © [En revisión]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora