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Me extrañó que alguien llamase a la puerta sin haber sonado el timbre de abajo, pero fui a abrir pensando que sería Carla, que se acababa de ir —quizás se hubiese dejado algo—. Cuando abrí la puerta me paralicé, mi corazón comenzó a latir con fuerza y recuperé la energía que me di cuenta entonces que había abandonado mi cuerpo después de la conversación con Enzo aquella misma mañana.

Y allí estaba él, apoyado en el marco de la puerta tan sexy y atractivo como siempre, pero con una expresión de dolor en su rostro que me preocupó. Su mano estaba agarrando uno de sus costados y en su frente brillaban las gotas de sudor que seguramente eran causa del dolor que parecía estar sintiendo.

De repente, pareció perder el equilibrio y avancé hasta a él para que no cayese, pues parecía estar a punto de desmayarse.

—Dios mío, Enzo. ¿Estás bien? —pregunté mientras le hacía entrar en casa. No iba a dejarle allí fuera en el estado que venía— ¿Qué te ha pasado?

—Soy un bruto... —dijo simplemente él con una media sonrisa.

Tuve que pasar su brazo sobre mis hombros mientras le agarraba por la cintura. A penas podía caminar sin ayuda y me alarmó su estado. ¿Le habría pasado algo? ¿Alguien le habría hecho daño? Era cierto que aquella mañana había notado cierto malestar en él todavía, pero nada comparado con cómo parecía estar en aquel momento.

Le llevé hacía el salón, ayudando a que se sentara en el sofá, momento en el que soltó un quejido que me desveló el gran dolor que parecía estar sintiendo. Incluso pude percibirlo en mi propio cuerpo por lo mucho que estaba empatizando con él.

—Dime algo, Enzo. ¿Qué te pasa? ¿Llamo a alguien? ¿No será una de tus bromas, no? —pregunté ansiosa.

—Me alaga que te preocupes por mí, pero no. No es una de mis bromas.

—Dios mío... Espera, iré a por hielo y un analgésico o algo.

Fui corriendo al baño, donde cogí el medicamento para el dolor más fuerte que tenía y luego fui a la cocina a coger un vaso de agua y el hielo. Volví a acercarme a él y agradeció tanto el hielo como la pastilla. Se tomó la medicación e intentó colocarse el hielo en el costado, por debajo del jersey, pero a penas podía levantárselo de lo dolorido que estaba.

—Trae. —Cogí la bolsa de hielo y le levanté suavemente el jersey.

Su torso seguía vendado y algunos feos moretones podían verse en la piel que quedaba al descubierto, horrorizándome. Realmente sentí que había tenido suerte, pues su accidente había sido muy aparatoso y a la velocidad a la que condujo podría haberse matado.

Coloqué con suavidad el hielo sobre su costado y le bajé el jersey mientras lo sujetaba con mi mano.

—Gracias.

—Enzo ¿qué pasa? ¿Qué haces aquí y por qué estás en este estado? —pregunté de nuevo intentando sonar suave, pero el nerviosismo que fluía por mi cuerpo me hizo parecer más dura de lo que me hubiese gustado.

—He venido a hablar contigo.

—Enzo, ya hemos hablado todo lo que teníamos que hablar esta mañana y...

—No —me interrumpió—. Lo sé todo, Lara. Sé por qué te has alejado de mí.

—¿Q–qué? —pronuncié casi sin voz.

Me aparté de él para observarle. Sus ojos me miraban fijamente y aunque me pusieron nerviosa logré ver que estaba siendo sincero. En ellos había arrepentimiento, culpabilidad y un malestar tan elevado que se formó un nudo en mi estómago.

Entre la multitud, tú © [En revisión]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora