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No me atreví a girarme. Mi corazón y todo mi cuerpo reaccionaron tan solo a su presencia y a su voz. Temía que, si le veía, pudiese derrumbarme. La música parecía estar desapareciendo poco a poco, siendo intercambiada por los fuertes y rápidos latidos de mi corazón. Fue como si todo comenzase a pasar a cámara lenta, pareciéndome los segundos minutos mientras buscaba algún modo de escapar.

—Os dejo —anunció Víctor, interrumpiendo mis divagaciones.

Le miré de forma suplicante, intentando hacerle entender que no me dejara sola, que le necesitaba como cómplice, pero lo único que conseguí fue que pusiese su mano en mi hombro antes de marcharse y me diese un suave apretón mientras me miraba y me sonreía con cariño, como intentando darme ánimos —aunque lo que necesitaba en aquel momento era más bien valor—.

No recordaba haberme sentido tan nerviosa en mi vida.

—Hola, Lara —me saludó. Esta vez le sentí mucho más cerca de mí, tensándome por completo y estremeciéndome.

Suspiré. Intenté tranquilarme un poco a la vez que cogía la fuerza necesaria para enfrentarme a aquel momento. Y me giré. Enzo estaba a escasos centímetros de mí. Tan cerca que tuve que levantarme del taburete en el que estaba sentada para poder mirarle sin tener que dislocar mi cuello, aprovechando para irme un poco hacia atrás y tomar algo de distancia entre nosotros. Estando tan cerca de su cuerpo mi inseguridad aumentaba al mismo tiempo que la duda y la ansiedad.

Y él... Estaba guapísimo. Iba vestido con un traje negro y una camisa blanca, pero sin corbata ni nada por el estilo. Le quedaba perfectamente y se veía realmente elegante y, en aquel preciso momento, incluso imponente. Pero lo peor fue cuando me atreví a mirarle a los ojos. Su color azul noche era el de siempre, pero el brillo que había normalmente en ellos parecía haber desaparecido. Un velo sin vida ocupaba su lugar y sentí una punzada en mi pecho al pensar que, quizás, fuese mi culpa. Además, se intuían ojeras que nunca había visto en él.

—Ho–hola —saludé al fin.

El silencio nos envolvió durante una eternidad. No sabía qué podía decirle ni cómo actuar. De hecho, lo único que se me ocurría era salir corriendo de allí, pero no quería parecer más patética de lo que ya era.

—¿Qué haces aquí? —pregunté. Pero en vez de sonar de forma neutra, me pareció como si se lo estuviese echando en cara. Empezábamos bien.

—Manuel y su mujer, que ahora sé que es tu madre, siempre invitan a mi familia a venir. Este año me ha parecido oportuno venir, ya que mi hermano está aquí.

Vale. Me había contestado en el mismo tono en el que lo había hecho yo. Parecía estar molesto por mi pregunta y conmigo. Aunque no me extrañó, no quería que las cosas se pusieran peor de lo que ya estaban entre nosotros.

—Enzo, yo...

—Sé que no has vuelto con tu ex —me interrumpió.

Me quedé en blanco. «Maldito Víctor», pensé. Aunque ¿qué esperaba? Era su hermano y a mí a penas me conocía de habernos visto un par de veces.

No pude hacer más que bajar mi mirada. Me sentía tan culpable, avergonzada por haberle mentido y con unas ganas de llorar tan enormemente terribles que fue lo único que se me ocurrió hacer.

—Vamos. Cuéntame qué pasa, Lara. —Aquella vez sus palabras sonaron tranquilizadoras y cálidas, tal y como recordaba que solía dirigirse a mí. Sin embargo, no podía decirle la verdad.

—No puedo... —contesté.

Dos grandes lágrimas cayeron sobre mis manos, las que mantenía apretadas mientras me retorcía los dedos encima de mi regazo. Había comenzado a llorar y últimamente, cuando se habría el grifo de mis lágrimas, no había manera de pararlo.

Entre la multitud, tú © [En revisión]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora