Capítulo XXX

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―Por última vez, Barbara... ¡¿Dónde está la guarida del Marqués de Puerto Rico?! ―exigió saber Nathan, cansando de preguntar sin recibir lo que quería saber.

―No lo sé, Nathan. Te lo juro por Dios ―dijo Barbara de nuevo, entre lágrimas de miedo y sufrimiento―. Por favor... haz que paren ya... me duele mucho esto...

―Haberlo pensado mejor antes de traicionarme de este modo y ayudar a ese cabrón contra mi ―le dijo Nathan cogiéndola de la barbilla, obligándola a mirarle a los ojos―. Y hasta que Katherine no aparezca ante mí sana y salva, seguirás sufriendo lo mismo que debe estar sufriendo ella en manos de ese miserable y sus lacayos.

―¡No! ¡Por favor no!

El Conde ignora por completo las súplicas de la mujer que hasta hace poco había sido su prometida. Barbara estaba medio desnuda en las cuadras con algunos de los trabajadores que abusaban de ella a gusto con el permiso de su patrón.

Iba solamente vestida con el camisola medio sucia por el heno y más suciedad. Su pelo y su rostro tampoco se libran de la suciedad del lugar.

Al marcharse, Barbara vio como algunos ya sonreían ansiosos por jugar un día más con ella. La joven señoritinga enseguida tiembla de miedo y asquedad por esos hombres manchados de barro y tierra, rodeados de animales que olían mal.

Todos aquello lo presenciaba Jon, quien no participaba en esa tortura. No era ese tipo de hombre, pero tampoco se atrevía a contradecir a su amo. Estaba de acuerdo que esa chica le había traicionado y debía pagar caro esa traición, pero no de esa forma tan cruel.

―¿Quieres decirme algo, Jon? ―preguntó Nathan, sacándolo de sus pensamientos―. Ya sé que no estás de acuerdo con mis metidos, pero créeme... esa zorra se lo ha buscado desde hace mucho tiempo. A colmado mi larga paciencia.

―No soy quien para decirle que está bien o que está mal, señor. Usted manda en este lugar, y desde que es el conde todo ha estado tranquilo y en orden en la ciudad ―dijo Jon, serio pero razonable―. Pero entiendame. Nunca me ha gustado el maltrato a las mujeres.

―Lo sé. Y me alegra que seas así, amigo mío ―dijo Nathan con una sonrisa amistosa mientras iban de camino a la mansión―. Ya pude ver por mi mismo que hiciste todo lo posible para defender a Kath cuando bajasteis a la ciudad. Te pillaron por sorpresa, pero ella podía sentirse segura contigo.

Al mencionar el nombre Kath, a Jon le cambió la cara, de incomodidad a preocupación. Ya era casi un día y medio sin saber de ella o de su hermana menor. Se le partía el corazón temiendo que les hubiese pasado lo peor sin que él pudiera hacer nada.

El Conde le miró y adivinó lo que pensaba. Lamentó haber mencionado a Kath en ese momento, pero no podían dejar de mencionar su nombre por algo así.

―Será mejor que volvamos al trabajo, antes de que se acumule ―propuso Nathan para enfriar la tensión y la preocupación―. Ve a ver como van los campos y el ganado. Estaré en mi despacho.

―Amo Nathan ―llamó Jon antes de que el moreno se alejará. Esté se giró a mirarlo―. ¿De verdad cree que estarán bien?

El conde vio en la mirada de su capataz el deseo de oír honestidad de su parte; nada de compasión y consuelo barato. Le conocía desde niño. Pocas veces podía mentirle si le miraba fijamente a los ojos. Por ello le miró directa y fijamente a los ojos para hablar.

―Me gustaría pensar que así es, Jon ―dijo él serio y sincero. Jon suspiró―. Conozco a tu hermana, y es fuerte cuando se lo propone. Pero Kath... no lo sé con exactitud. Apenas la conocemos bajo esa fachada de sirvienta.

―Es cierto...

―Pero una cosa tengo por seguro ―continuó Nathan―. Que como llegué a cruzarme con ese cabronazo de Josef y no sepa dónde está Kath... ten por seguro que lo mataré por esto. Nadie se burla del Conde Sullivan y sale impune de sus actos.

Con eso dicho Nathan se da la vuelta y se marchó de allí, dejando a un Jon mudo y sorprendido por esas palabras. En los años que llevaba a su servicio nunca le había visto así, y menos por una simple sirvienta que apenas conocía.

A diferencia de todos los demás Kath era extranjera y no había nacido en esa ciudad, por lo que no conocía del todo a Nathan Sullivan. Y lo mismo a la inversa.

Fue en esa forma de comportarse, lo que hizo pensar al capataz. Se le pasó por la cabeza que tal vez el Conde Sullivan sintiera algo realmente fuerte por esa sirvienta que tanto intentaba encontrar. Ya había notado cierto interés del conde por ella, pero ahora veía que era algo más que eso.

Jon también sentía cierta atracción por Kath por ser una persona dulce y alegre, por ello dedujo que tal vez el Conde podría sentir lo mismo. O tal vez solo eran imaginaciones suyas.

«Tsk... Deja de soñar, Jon» se dijo a sí mismo con la mano frotando su poco pelo. ―Será mejor que me ponga a trabajar ya.

El joven capataz se marchó de las cuadras, mientras una silenciosa y seria Sofía lo veía marcharse desde un rincón. Pudo ver que Jon también estaba enamorado de Kath. Eso no era nada bueno, sobretodo si el amo Nathan seguía con su romance secreto.

Desde donde estaba podía oír los gritos y lloros de la joven Bárbara, gimiendo por culpa de los trabajadores en las cuadras. No quería seguir oyendo esos gritos, por ello regresó a la mansión por un atajo, para que su amo Nathan no supiera nada de esto.

La Perfecta Sirvienta (Perfectas I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora