Capítulo XLIII

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Ese día era espléndido y la gente aprovechaba el buen tiempo para salir a la calle. Eso es lo que pensaba la joven aburrida que se apoyaba sobre sus manos apoyadas en sus codos mirando por la ventana.

Aún en camisón, Esther veía a la gente yendo de un lado a otro por la calle, plena actividad. Las heridas que había sufrido durante su pesadilla con el Marqués de Puerto Rico habían sanado, pero las cicatrices de su rostro nunca desaparecerían por más que quisiera.

Ya se había hecho a la idea, pero su hermano mayor Jon, no.

―Esther, ¿qué haces levantada? ―preguntó Jon cuando entró con una bandeja llena de comida―. Todavía debes guardar reposo.

―Hermano, ya estoy bien. Mejor que bien ―insistió ella con pesadez―. Estoy harta de guardar cama. Ya puedo caminar bien.

―¡De eso nada! Anoche estabas ardiendo de fiebre ―le regañó Jon, Dejó la bandeja en la mesa y luego se acercó a su hermana para tocar su frente―. Vaya, es verdad. Ya no tienes fiebre.

―El doctor ya predijo que tendría un poco de fiebre alta, pero nada más. Ya estoy bien. Deja de preocuparte tanto, por favor.

―Esta bien ―aceptó él con resignación, pero también aliviado―. Te dejaré levantarte de la cama, pero sólo si te comes todo el desayuno que te he traído.

―¿Todo eso? ―señaló ella a la bandeja sorprendida―. Pero...

―Todo. Y no quiero discutir.

Esther no discute y acepta el trato a regañadientes. Cualquier cosa con tal de salir por fin de esas cuatro paredes y sentir la luz del sol. En cuanto da el primer bocado, empieza a devorarlo todo.

Jon sonríe contento al ver que al final su hermana come con ganas todo lo que había en la bandeja que le coloca sobre el regazo. La ve comer hambrienta cuando de repente llaman a la puerta de casa.

―¿Huh? ¿Tenemos visita? ―preguntó Esther entre bocado y bocado.

―No que yo recuerde. Ahora vuelvo.

No espera a nadie hoy, por lo que él deduce que es la visita de algún amigo. Deja a su hermana comiendo tranquila en su cuarto para bajar al primer piso y abrir él mismo.

Jon queda paralizado de la sorpresa al ver quién era.

―Katherine.

―Buenos días, Jon.

Ambos se miran fijamente; ella con seriedad y enfado, él con sorpresa y desconcierto. Él está a punto de hablar, pero Kath se le adelanta.

―El amo Nathan me ha dado permiso para venir a ver a Esther. Desde lo ocurrido que no la he visto ―dijo ella a modo de explicación de su presencia allí. Tiene las manos entrelazadas por delante, apretadas con fuerza―. Y también para comunicarte que su primo vendrá de visita pronto.

Al escuchar eso último Jon reacciona y se apartó para dejarla pasar a dentro.

―Pasa, por favor. Te agradezco la visita y esa información ―dijo él―. Mi hermana ahora mismo está en su cama desayunando. Se alegrará mucho de verte. No ha parado de preguntar por ti.

Kath mira a Jon unos momentos, luego la aparta. Él parece el mismo de siempre.

―¿Puede recibirme? Si no, puedo venir más tarde.

―En absoluto, puedes verla ―contradijo él apresurado―. Es arriba. La segunda puerta.

―Gracias.

―No hay de qué.

En ese breve momento a solas Katherine pudo confirmar que él pensaba en lo que hizo con ella en el almacén. Parecía sentirse culpable por la actitud de entonces, pero ella no quiso sacar el tema.

Seguía estando algo molesta por ello, y no estaba preparada para sacar el tema aún.

Ella pasó por su lado para subir las escaleras, pero entonces él la detuvo agarrándola del brazo.

―Espera, por favor. Necesito hablar contigo.

―No hay nada de qué hablar, Jon. Ya dejaste muy claro lo que pensabas la otra noche.

―Por favor, escuchame. ―pidió él insistente, sin soltarla―. No quiero que nuestra corta amistad se pierda por una estupidez ―hizo una pausa―. Entiéndeme, descubrir que tu...

―Por favor, no sigas por ahí ―pidió ella sin mirarle―. No quiero hablar de eso aquí. Esther puede oírnos ―sacude su brazo para soltarse―. Tampoco quiero perder nuestra amistad, pero de momento no puedo confiar en ti.

Jon entendía que ella estuviera enfadada, incluso asustada de él, pero aún así quería arreglarlo.

―Kath...

―¡Katherine, eres tú!

Los dos alzan la cabeza para ver a Esther asomarse por el bordillo del segundo piso, recibiendo a Kath con una sonrisa de oreja a oreja.

Kath no espero más y subió corriendo las escaleras, dejando a Jon abajo, siguiéndola con la mirada. Las dos chicas no tardaron en darse un fuerte abrazo arriba. Jon subió a paso lento.

―Te echaba mucho de menos, Kath. Quise ir a verte pero mi hermano no me deja salir de casa aún ―dijo Esther, abrazándola con fuerza y felicidad―. ¿Ya estás mejor?

Esther se separa de ella para mirarla a la cara, contemplarla de arriba abajo; a simple vista parecía estar recuperada de lo vivido.

Kath ve las cicatrices en su rostro. Se siente mal por ello pero no lo refleja. Le sonríe contenta.

―Sí, como nueva. O casi ―respondió ella con cierto humor―. Mi tobillo sigue dando guerra y debo evitar caminar mucho ―explica ella―. Me alegra mucho verte. Siento no haber venido antes.

―No importa. Estás aquí, eso es lo importante. Eres nuestra amiga, ¿verdad Jon?

―Sí, por supuesto ―él sonó algo distraído―. Iré a ver si tenemos algo de beber para Kath. ¿Has terminado con tu desayuno?

―Me lo he comido todo, como me has dicho ―dijo ella mostrando la bandeja vacía, la cual se la pasó a él―. ¿Puedo ya salir de mi habitación?

―Está bien ―dijo Jon, mirando de reojo a Kath, quien reía divertida pero sin mirarlo―. Podéis ir a la sala de estar. Enseguida traigo algo para beber.

―No tienes que hacerlo por mí, Jon ―dijo Kath―. Vengo desayunada.

―No hay problema ―aseguró él―. Seguro que la caminata hasta aquí te ha dado sed. Te traeré una limonada recién hecha.

―Yo también quiero.

―Tú acabas de salir de una fiebre, así que nada de bebidas frías por el momento.

Las dos siguieron a Jon bajando por las escaleras. Una vez abajo él se fue a la cocina con la bandeja satisfactoriamente vacía, mientras que Kath y Esther giraban hacia la sala de estar donde se sentaron en las humildes butacas de color marrón ante una mesita baja.

Esther no la soltó en ningún momento, ni cuando ambas se sentaron de lado, mirándose cara a cara. Esther estaba feliz de tenerla en casa después de semanas sin verla. Había estado preocupada.

Y no era la única.

―¿Seguro que estás bien? No tienes que hacerte la fuerza conmigo.

Esther entendía a Kath. Lo que ambas vivieron en manos de el Marqués y sus hombres podía destrozar a cualquier mujer, pero ella era fuerte, y estaba claro que Kath también. Y tal vez gracias a alguien más por lo que pudo ver cuando fueron salvadas por el conde Nathan.

―No tienes que preocuparte. Estoy bien, de verdad. Mi hermano se preocupa en demasía.

―Eso es normal. Te secuestraron y torturaron. No puedes estar bien después de algo así.

Al decir eso, Kath tembló. Aún recordaba lo sufrido en manos de esos hombres. De no ser por el conde, ahora mismo estaría pensando en quitarse la vida con tal de dejar de sufrir.

La Perfecta Sirvienta (Perfectas I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora