Capítulo LXIV

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—Sofía, da aviso al sheriff. Dile que venga lo más rápido posible, que es una emergencia.

La ama de llaves asintió y se marcho a hacer lo pedido mientras su amo, sin molestarse en arreglar su vestimenta, iba directo al salón donde ella misma había dejado esperando al invitado. Jon no estaba seguro de si él y su hermana debían estar en dicha reunión, pero Esther no pensaba marcharse sabiendo que su mejor amiga y hermana estaba de nuevo en peligro.

Nathan abrió las puertas del salón de par en par, y allí dentro de encontró al joven noble, Jeremy Edgington, paseando de un lado a otro, preocupado. Cuando ambos se miraron, Nathan no tuvo duda de que realmente era el hermano de Kath; pelo rojizo y ojos verdes. Ella la versión masculina de ella.

Al ver al conde, Jeremy avanzó hasta él con la mano extendida.

—Lord Sullivan —saludó estrechándole la mano—, gracias por acceder a recibirme.

Nathan asintió. Fue directo al grano. —¿Es cierto lo que dice? ¿Es el verdadero hermano de Katherine?

Jeremy asintió, y entonces sacó de su chaqueta un sobre con el sello roto.

—Hace cosa de un mes mi padre recibió esta carta de la comadrona que asistió a mi madre cuando dio a luz a mi hermana. Aquí confiesa todo.

—¿Podría verla?

—Podría —dijo Jeremy, dubitativo, entonces le miró a la cara—. Pero antes, dígame, ¿por qué esta tan preocupado por la que hasta ahora era una sirvienta para usted?

A Nathan no le sorprendió en absoluto esa pregunta, es más, la esperaba. Y no pensaba esconder nada. Ya estaba harto de hacerlo.

—Porque esa mujer dejo de ser una sirvienta para mí. En realidad, desde el momento en que la vi fue algo más que una sirvienta. Era, y es, la mujer que amo y que acepto ser mi perfecta condesa.

Esa noticia sorprendió en gordo a Jeremy y a Esther. A Jon no demasiado.

—¿Eso es suficiente para que acceda a dejarme leer esa casa para entender lo que pasa?

* * *

Kath empezó a recuperar la conciencia bajo un dolor de cabeza horrible. Sintió que en vez de estar en un asiento duro de un carruaje en movimiento, estaba tumbada cómodamente en una cama de satén, y no era lo único que sentía. Notaba que sus manos estaba fuertemente atados a su espalda con una gruesa cuerda, el cual le arañaba la piel al intentar moverse.

Al aclararse la vista vio que, en efecto, se encontraba en una cama con dosel de una habitación de una mansión bien decorada con tonos morados y negros, y que ella solo iba vestida con su ropa interior, que apenas le cubrían las piernas y el pecho. Confundida y aterrada quiso entender qué pasaba mientras intentaba sentarse sobre el colchón, mirando a su alrededor.

—Ya estás despierta.

Kath dio un respingo cuando estuvo aquella voz femenina tan inesperada. Al mirar por encima de su hombro vio a la dueña de esa voz; a Francisca Montenegro de Cortés, sentada en el borde de la cama al otro lado, mirándola con una sonrisa satisfecha.

—¿Usted?

—Me alegra mucho volver a verte, querida. Ya te dije que volveríamos a vernos.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Kath confundida—. ¿Dónde estoy?, ¿Y mi hermano?

Antes de que Francisca pudiera decir nada la puerta de la habitación de abrió de par en par, dejando pasar a Henry. Y no entró solamente él. Para horror de Kath, su hermano entró junto a William Ashford, Bárbara Santander con una sonrisa malvada, y el peor de todos; Josef Cortés.

La Perfecta Sirvienta (Perfectas I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora